El maestro no termina

Con casi medio siglo frente al aula Argilio Meneses Meneses aún cree que el magisterio es una lección por aprender. Educar es un árbol que nunca deja de crecer Los niños merecen mucho amor Aprender enseñando A primera vista a su sapiencia la delatan aquellos surcos desiertos que le entran

"Nunca he dejado de dar clases", asegura Argilio. (Foto Vicente Brito)
«Nunca he dejado de dar clases», asegura Argilio. (Foto Vicente Brito)

Con casi medio siglo frente al aula Argilio Meneses Meneses aún cree que el magisterio es una lección por aprender.

Educar es un árbol que nunca deja de crecer

Los niños merecen mucho amor

Aprender enseñando

A primera vista a su sapiencia la delatan aquellos surcos desiertos que le entran más allá de la frente y le dejan abierta ese par de lagunas en medio del pelo. Para rematar están los ojos, que desentrañan afectos y confiesan muchas lecturas; y las manos grandísimas con unos visos de polvo blanco como de trazos de historias; y al final —o al principio, no sabría ubicarlo— una voz en torrente como de quien habla enseñando.

No lo vi jamás camuflándose a la par de Mackandal mientras intentaba adentrar a los muchachos en El reino de este mundo; ni siquiera seduciendo a esos mismos alumnos con las pasiones en pugna de los Capuleto y los Montesco. Pero lo conocí por sus clases de Español-Literatura o más bien por las remembranzas de uno de sus tantos discípulos.

Acaso por eso cuando nos encontramos no me hicieron falta más referencias: él no es Argilio Meneses Meneses, como se nombra, en La Sierpe toda y mucho más allá; simplemente es el maestro.

Lo supo con una docena de años quizás, el día aquel que se sentó por vez primera en un aula, en ese local improvisado en las proximidades de El Jíbaro, donde nació. Cada una de aquellas señoritas venidas de la ciudad a compartir saberes lo contagiaría de esa fascinación por enseñar.

“Yo he sido un apasionado del magisterio desde muy temprana edad, tuve maestras excepcionales que me inculcaron ese sentimiento profundo, pero fue solo una influencia porque yo sentía ese sentimiento desde antes. Durante todo mi proceso de estudio además de ser estudiante yo fui maestro”.

Y por esa dualidad suya se pararía frente al aula para alfabetizar —aunque cursaba el quinto grado— y sustituiría a la maestra Zoila Gómez en aquel empeño y hasta pasaría con felicitaciones las supervisiones de los inspectores de Villa Clara que certificarían sus clases preparadas únicamente con la metodología de la vocación.

Fue un rapto de amor incontenible. Solo por eso saldría entonces de la cobija de los padres y de los hermanos y partiría para Minas de Frío —donde no había más aulas que las estacas plantadas en medio de las lomas, pero bastaba para que las lecciones se dieran silvestres—, Topes de Collantes, Tarará… Aquel 8 de agosto de 1969 el título de pedagogo venía a aquilatar un sacerdocio asumido desde mucho antes.

Pero ni las clases que recién graduado debió impartir en la Sierra de los Órganos, allá en Pinar del Río ni el cambio de profesor de Geografía al de Español ni el trabajo en las diferentes enseñanzas ni la consagración de su vida al lado de otra maestra ni el regreso a las aulas sierpenses le han podido librar de ese temor que lo sobrecoge todavía antes de dar una lección.

“Yo cada vez que voy al aula voy un poco tenso porque no sé si ese día podré cumplir con las expectativas que llevo como maestro y no siempre la persona viene con el mismo sentido emocional, pero tú tienes en el momento que te enfrentas al aula ponerte a analizar hasta por los ojos de los estudiantes cómo vienen. El maestro es más que saber una disciplina, hay que ser, en cierta medida, un psicólogo y descubrir solo con la mirada qué espera, qué quiere y necesita el alumno”.

Lo ha ejercitado durante años, supongo. Pero quien lo escucha hablar y lo mira de frente, a ratos no ve más que unos ojos nublados por la emoción, a un señor de 68 años que no sabe hacer otra cosa en este mundo si no educar —¡bendita necedad!— y al que le faltan todavía siglos para aprender a vivir sin los alumnos. Cuarenta y seis cursos frente al pizarrón le parecen pocos.

“Yo no me reincorporé, yo continué, porque nunca he dejado de dar clases. Me jubilé cuando tenía 62 años y 40 y tantos de servicio y volví al aula, porque te voy a ser honesto: no hallo cómo levantarme por las mañanas y no salir rumbo a la escuela, es lo único que he hecho en mi vida. Yo solo he vivido del magisterio con un infinito amor”.

Ha sido otro comienzo: el de los alumnos en duodécimo grado, allá en el Instituto Preuniversitario Urbano de La Sierpe y la preparación para las pruebas de ingreso; el de los teléfonos celulares, el pelo amoldado a los antojos del moderno bisté, el reguetón… y el profe hasta compartiendo audífonos en el receso para ganar complicidades. Mas, la contemporaneidad también azuza ciertos desvelos.

“Por qué razón vamos a tratar de captar en duodécimo grado para que se formen como maestros a los que no cogieron otra carrera y por qué no provocar que el maestro que está dando clases tenga, de acuerdo con nuestras dificultades, lo que necesita para vivir, para estar estimulado y que el alumno lo vea como debiera verlo y no como lo está viendo y que el maestro que salga ahora lo haga con deseos de poder trabajar porque él sienta que lo van a reconocer, lo van a tener en cuenta. Si usted no admira, no respeta y no ama lo que hace no puede hacerlo”.

Es uno de los dolores que pesan luego de tantos años. Quizás por eso en sus clases intente contagiar vocaciones, rescatar valores desgastados, concienciar… sin otra imposición que el conocimiento.

“El maestro es una persona que está hecha para transformar al ser humano para el bien, yo diría que es el médico del alma. Soy exigente, pero le dije a un colega hace poco que si la palabra amamantar existe por qué no decir apapantar y yo soy en ese sentido de una relación muy estrecha con los estudiantes. Soy de los maestros que pasan más la mano que el que regaña”.

¿Ha imaginado algún día cómo será su última clase?

“A lo mejor es la peor, pero va a ser la más sentida”.

¿No ha pensado entonces en colgar la tiza?

“No, pienso que todavía no sé nada y el día que cierre los ojos yo creo que voy a decir me fui intentando siempre ser maestro y no lo logré, porque el maestro no termina. Yo no dejaría de ser maestro, me parece que dejar de serlo significaría dejar de vivir y yo quiero vivir”.

A la puerta del preuniversitario un muchacho de camisa apretada en los bíceps se le abalanza para darle un beso sin imposturas, como se acaricia a los padres, y sobreviene luego el abrazo estremecedor. No me hicieron falta más respuestas, parados allí, en el umbral de la escuela, lo único que lamenté es no poder escuchar jamás ninguna de sus clases.

Dayamis Sotolongo

Texto de Dayamis Sotolongo
Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez por la obra del año (2019). Máster en Ciencias de la Comunicación. Especializada en temas sociales.

15 comentarios

  1. pedro J. Toboso

    Al hacer la lectura del artículo, reflexiono que vale la pena seguir en esta trinchera, que aunque con menos años que el camarada, ya son 38 años los que llevo, este compañero ha de verse por todos los lectores y por queines lo concen como un ejemplo a seguir y un paradigma del sector educacional, es una lástima que no siempre se le haga en el dia dia este reconocimiento a los maestros, no me refiero a la prensa, pero los verdaderos maestros sabemos que el pais no está en condiciones de hacer aumento de salario, pero si exigimos que la comunidad no nos compare con aquellos que están desmotivados y dan malos ejemplos, para que se respeten mas los que en las aulas hacen lo mismo que Argilio Meneses Meneses.

  2. Al fin pude leer lo que con tanta sensibilidad y cariño han dicho sobre mí después de leer el artículo de la periodista que hizo referencia a mi persona en el Escambray. Siento un agradecimiento sin límites por lo hermoso de su artículo y por todo lo que han expresado acerca de este hombre que no solo ama el magisterio sino a todas las personas que como ustedes saben sentir y amar a los demás como lo han evidenciado en las palabras maravillosas que me han dedicado. Sepan que siempre seré fiel a todas las cosas justas y buenas del mundo; piensen entonces, que seré fiel al magisterio.
    Gracias.

  3. José Rafael Pérez Santos

    Aunque no soy su hijo legitimo, como son Ihosvanny y Ihoslandin, mi hermano Fernando y Yo nos consideramos sus hijos y sé que el también nos quiere como Padre, se también que siente un gran respeto y admiración por Iraida y Javier, nuestros padres que están ausentes- presentes. Tuve la felicidad de ser su vecino durante gran parte de mi vida y cuando pensé que el maestro, como todos los pobladores de La Sierpe lo identifican, no sería mi instructor, la vida me premio y me dio clases en la Carrera de Licenciatura en Educación. Dije instructor porque Educador fue, es y será; junto a la MAESTRA Ana toda su vida. Me alegra mucho este reconocimiento, porque se también que para él es más importante que todo lo material que le puedan dar. MUCHAS FELICIDADES, para quien considero sin ninguna duda el mejor maestro que conozco.

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