A medio siglo del alevoso crimen contra el alfabetizador cubano Manuel Ascunce Domenech, la única alumna que recibió de sus manos el diploma de alfabetizada, y su madre campesina, recuerdan los días del adolescente en Limones Cantero. Quien fuera entonces la asesora del brigadista da fe de su entrega a la misión

«Mira qué grande éste, Neisa», dijo Manuel, y lanzó hacia abajo el aguacate, que cayó justo sobre la cabeza de la muchacha, al tiempo que él soltaba una carcajada. Omelio y Francisco, dos pilluelos de baja estatura, estaban también sobre las ramas, y de pronto se formó un tiroteo de frutas verdes que provocó la risueña protesta de las hermanas.

«¡Cuidado con Vidalina!», exclamó una de ellas mientras alzaba en brazos a la bebita de algo más de un año, que minutos después iría por el trillo, junto a los demás, sobre los hombros de Manuel.

Manuel Ascunce Domenech
Manuel tenía sólo 16 años, y estaba allí en calidad de brigadista. Corría agosto de 1961

Parecían familia todos, mas este último no lo era. Le llevaba poco tiempo a Neisa, la mayor, aunque su porte alto y delgado, y su carácter serio, causaban la impresión de un joven de más edad. Sin embargo Manuel tenía sólo 16 años, y estaba allí en calidad de brigadista. Corría agosto de 1961.
Por las mañanas, y algunas veces por las tardes, sus manos diligentes se posaban sobre las de la alumna, hasta ir moldeando una letra que jamás había existido. En Limones Cantero, donde nacieron los primeros seis hijos de Teresa y Juan, radicaba una escuelita pobre en la que Neisa había puesto los pies sólo por curiosidad: resultaba imprescindible en la atención a la prole, y además, nunca nadie le había hablado de la necesidad de aprender.

Ahora llegaba Manuel de allá, de la capital, con fiebre y hasta medio enfermo del estómago, desafiando el abismo entre el campo y la ciudad, y no podían hacerle un desaire. Por el contrario, lo recibieron con un trato efusivo, y como ya se sabía de la presencia de contrarrevolucionarios en la zona, pusieron todo su empeño en protegerlo.

No debía salir solo, y a menos que tuviera reunión, se pondría otra ropa. El uniforme podía resultar demasiado llamativo. Tales eran las indicaciones de Juan, más conocido por Colina, el apellido que había heredado de la madre.

Por su parte Teresa colocó junto a la cama de Manuel un orinal que debía hacer las veces de letrina, y no sin dificultad el «habanero» nacido en Sagua la Grande fue aprendiendo a acatar los consejos de quienes pronto llegaron a quererlo como a un hijo más.

Manuel Ascunce Domenech
Manuel sobresalía por su seriedad, era incluso algo tímido, pero muy noble y responsable.

Si había visitas, el joven prefería ceder sitio al recién llegado y echaba mano a la hamaca que traía consigo. La mochila, siempre en orden. No faltaban libros para las lecturas ocasionales, ni papel para las cartas a Evelia, la dulce madre que cumplía al pie de la letra sus peticiones en la correspondencia.

Con trazos pequeños y cuidadosos, Manolito le hablaba de bondad y de pobreza. Solicitaba ropa para los niños, algunos zapatos para Neisa, quien el 8 de octubre cumpliría los 15 años, y vasos, porque los de la casa estaban hechos de botellas recortadas.

El día señalado los «viejos» llegaron al bohío de Limones con todos los encargos, incluido el kake de la homenajeada. «¡Yo había visto otros dulces, pero kake helado no!», confesó Neisa, mientras sus hermanos observaban curiosos la tableta de hielo seco que había hecho posible el milagro. «Eso no se lo vayan a comer», aclaraba Evelia. Esta era su segunda visita, y ahora ni siquiera habló de pernoctar en otra parte. Ella y su esposo accedieron gustosos a quedarse dos o tres días. Dormir con el hijo era un bálsamo para las añoranzas del muchacho, que ya había depositado en la joven y prolífera madre de familia la confianza suficiente como para tenderse junto a ella los mediodías.

«Había perdido la pena del principio, y aunque no era muy expresivo aceptaba cuanto le brindábamos. Un jarro de caldo, por ejemplo, que acompañaba con pan, o leche de la misma que él y los muchachos buscaban en casa de mi mamá, por allí cerca», recuerda Teresa, una septuagenaria residente en la cabecera de la provincia espirituana.

«También se ofrecía para cargar agua de un pozo de esos de brocal, o buscar leña para hervir, pero todo eso temprano, porque de noche ni el farol le dejábamos encender. Ya habían matado a Conrado Benítez y teníamos mucho celo con Manuel. El era castaño, fuertecito, muy elegante, y se pasaba de obediente y respetuoso. También era inocente, no sabía de maldades ni malas palabras», añade.

LA ALUMNA

«¿El?», pregunta Neisa, repitiendo el final de la interrogante, y entorna los ojos para evocar mejor los recuerdos, mientras en su patio, allá en el humilde poblado de Cascajal, Villa Clara, al cantío de un gallo recuerda las mañanas de su infancia.

«Era una persona muy educada, muy seria, tenía mucho fundamento. A veces se ponía a jugar con mis hermanitos. Jugaba a las bolas, a la pelota. Pero su mayor interés era que yo aprendiera a leer y a escribir, y yo asimilé muy rápido, de modo que fui la primera en recibir el diploma firmado por él, y la única, porque al terminar conmigo él quiso seguir alfabetizando, pero con los Lantigua no pudo concluir…

«El 5 de noviembre firmamos el certificado; él, Gladys la asesora, y yo. Me lo entregaron en un acto en Condado, en un salón grande donde había muchos otros alumnos y brigadistas. El se sentía bien en mi casa, eso se le veía, y al irse como dos días después, nosotros lloramos. Iba a visitarnos casi a diario. Mi mamá le decía que no fuera solo, porque nosotros vivíamos en la orilla del camino, pero para llegar a la casa de Pedro, el miliciano, había que pasar unos marabuzales enormes, eso era monte na má.

Manuel Ascunce y Pedro Lantigua
Limones Cantero no olvida aquel 26 de noviembre de 1961 cuando bandas contrarrevolucionarias, alentadas por el gobierno de los Estados Unidos cubrieron de sangre el macizo montañoso del Escambray

«La noche de la noticia fue un tío mío quien nos despertó, y no queríamos creerlo. Cuando aclaró yo me fui para allá con mi papá. Le hicimos guardia de honor. Eso no se me olvida nunca, el estado en que estaba. Se veía que lo habían maltratado mucho, y que había luchado para defenderse. Pedro también estaba muy golpeado.

«Le tocó bañarlos a Isabel Romero, una vecina que por cierto era prima hermana de mi abuela, y ella lloraba mientras lo hacía. No se podía imaginar que a los pocos meses le matarían a un hermano, una hermana y un sobrino, también los bandidos.

«Aquello fue un crimen, matar así a un niño, porque él era casi un niño, y yo me di cuenta cuando tuve a los míos de esa edad. Ellos- son tres- crecieron oyéndome la historia. Nosotros nos fuimos de allá a los pocos días de aquello, y yo iba después en las vacaciones, con mis hijos, pero al acto de recordación como tal volví hace sólo cuatro años. Fue muy impresionante encontrarme con Evelia y con la hermana de él, ver el árbol donde lo ahorcaron…todavía tiene la marca.»

El haber luchado para que ellos fueran alguien en la vida parece hacerle sentir un poco en paz con el maestro amigo, cuya muerte sigue latiendo en su memoria.

Neisa acompaña el relato con una carga de nostalgia que no la abandona ni un instante. Por momentos la voz se le corta, y parece que va a llorar. Su alusión al árbol me resulta especialmente emotiva. Es como si la enorme planta allá, junto al monumento, arrancara cada vez parte de su dolor.

No cesa de lamentarse por no haber continuado los estudios. «Mi mamá después siguió pariendo, y yo me casé temprano», dice, como recriminándose. A seguidas se anima, contando del médico y los dos licenciados en Enfermería que ayudó a formar.

De pronto se para, entra al cuarto, y vuelve con el único recuerdo material que conserva del brigadista. Los demás, hasta el certificado, los donó al museo de Limones Cantero. Pero la muñequita que él encargó para su hermana más pequeña es algo así como un amuleto que la ayuda a evocar con serenidad el recuerdo más horrendo en sus 55 años. La toma, la acaricia, y dice con la vista fija en algún punto, como queriendo desentrañar el enigma: «El le temía mucho a la muerte, eso lo conversamos más de una vez, y sin embargo cuando quisieron protegerlo dijo que era el maestro.»

Y, tal vez olvidando que ya lo dijo antes, o acaso queriendo insistir en la fuerza de la evidencia, repite: «Todavía aquel árbol está allí.»

«La contrarrevolución no se salió con la suya»

El diploma de honor emitido por la Comisión de Alfabetización del Escambray a nombre de Neisa Fernández Rojas tiene en su parte inferior tres firmas. «La tercera es la mía», nos dice Gladys Martínez Torriente, quien entonces fungía como asesora técnica en aquel paraje.

Residente en Ranchuelo, donde vivía cuando comenzó la Campaña, Gladys recuerda: «Nosotros nos incorporamos al primer llamado de Fidel. Algunos, por tener ya cierta experiencia como maestros voluntarios, fuimos designados para asesorar la labor de los alfabetizadores. Junto a otra compañera de Manzanillo, llamada Anaís Martínez, atendíamos la zona de Limones Cantero.

«Manuel sobresalía por su seriedad, era incluso algo tímido, pero muy noble y responsable. En las visitas que hacíamos para comprobar cómo marchaba la misión constatamos que en la casa de los Colina, primero, y la de los Lantigua, después, lo habían acogido como a un miembro más de la familia. El, la verdad, cooperaba mucho y se daba a querer, como era característico en los muchachos que atendíamos.

«Varias veces lo encontramos arreglando el farol, y cuando terminó con Neisa, su alumna más aventajada, mostró disposición para cumplir una nueva misión, que como se sabe no pudo completar. Aquel diploma fue el único entregado por él.

«El día del crimen habíamos estado allá, y Pedro nos acompañó hasta el camino; nos reprochó por andar solas»

«Cuando se corrió la noticia por la noche todos nos conmovimos mucho. Pero aquello, increíblemente, le dio más ánimo a uno. Algunos padres fueron, alarmados, en busca de sus hijos, y ellos no quisieron regresar. La contrarrevolución no se salió con la suya.

Gladys, quien luego se convertiría en educadora de profesión, se retiró de las aulas tres años atrás, y atesora entre sus más valiosas vivencias el haber trabajado en el Escambray, justo en el término municipal de Trinidad, donde fueran tronchadas las tiernas vidas de Conrado Benítez y de Manuel Ascunce. El segundo marchó inspirado en el ejemplo del primero, y la tarea emprendida por ambos, como parte de la numerosa juventud cubana que asumió la Campaña de Alfabetización, fructifica hoy en los logros de la Educación que ella sigue apoyando, como maestra jubilada y como abuela combatiente.