Quienes conocían mínimamente el pensamiento de Fidel sabían que si llegaba al poder realizaría una Reforma Agraria profunda, aunque muchos pensaban que, de hacerlo, Estados Unidos lo solucionaría como lo hizo con Jacobo Árbenz en 1954, lo que no pudo ser a pesar de la guerra desatada durante tantos años.
Esa reforma no era una idea nueva, pues ya la Constitución de 1940 determinaba que estaba prohibido el latifundio, y no se podría cumplir con este principio sin una ley que lo propiciara, aunque por miedo, dejadez, politiquería o prevalencia de otros intereses nunca llegó a ejecutarse.
Fidel puso el tema en primer lugar de su programa político; en varios documentos acentuaba que, de triunfar, haría una Reforma Agraria, así que no se trató nunca de algo oportunista de los primeros momentos de la Revolución; sino algo bien concientizado. Lo sorpresivo fue que cumplió.
ANTECEDENTES DE LA LEY
Se habló durante muchos años del siglo XX del problema de la tierra, aunque muchas veces de manera privada, sin entenderse todos sus vericuetos ni brindarse las mejores soluciones, pero sí se sabía algo con claridad: en Cuba algunos individuos o grupos de poder eran propietarios de enormes extensiones de tierras y los latifundios azucareros, ganaderos o de otra naturaleza prevalecían; muy pocas personas eran dueñas de la mayoría de la tierra y una mayoría de desclasados no tenían ni dónde caerse muertos.
Este problema venía de la época de la Colonia, de cuando los hateros ya dominaban el escenario de la propiedad agraria, primero con la explotación del ganado cimarrón y después con otras producciones, convirtiéndose en los reyes del sector agrario cubano, que derivarían más tarde en grandes terratenientes que dominaron la escena cubana.
Eso creó un enorme sistema de explotación que se fue agrandando a medida que la población crecía, porque nunca hubo proporcionalidad en ello, así que mientras más personas había, mayor era la masa de trabajadores agrícolas existentes, casi la totalidad desposeídos de la tierra que laboraban, mientras se les explotaba de manera despiadada.
Durante las luchas emancipadoras del siglo XIX no se planteó privilegiar el problema de la tierra, no solo porque había otros asuntos más importantes, sino porque para ello era imprescindible un proceso de transformación más radical.
Tuvo que esperarse hasta el cambiazo que impuso Fulgencio Batista para democratizar la sociedad, en los últimos años de la década de 1930, más por oportunismo brillante que por principios, para que distintas personalidades políticas de la izquierda de entonces propugnaran y lograran, apegados a diferentes alianzas con otros sectores, que se incluyera en la Constitución de 1940 el reconocimiento de ese problema ancestral y dieran por solución la ya consabida postura de que en Cuba estaba prohibido el latifundio, con lo que se abrió las puertas a medidas más radicales.
Después, eso sí, muy poco se realizó para enderezar todo aquello, porque prácticamente todos los políticos de turno se hicieron de la vista gorda a la hora de diseñar leyes que satisficieran los intereses de la mayoría del pueblo, que siempre podría esperar más, y cada gobierno dejó la solución para el otro, porque nadie quería molestar a los grandes terratenientes y sus lobbies políticos.
Cuando Fidel comenzó su bregar revolucionario contra la dictadura de Batista, e incluso antes, tenía claro que el problema de la tierra era uno de los que debería resolver si conseguía tener éxito, y así lo patentizó en diferentes documentos.
En la La historia me absolverá (1954) ya deja claro que su lucha tiene el estricto fin de imponer la Constitución de 1940 y determinaba la extensión máxima de tierras a tener por un propietario; así que cuando hizo esa publicación estaba claro decque iría a por todas en ese sentido.
Eso lo ratifica en el Manifiesto No. 1 del M-26-7 (1955), pero allí agrega algo especial: la tierra embargada debería distribuirse entre el campesinado y muy específicamente entre los pequeños arrendatarios, colonos, aparceros y precaristas existentes, gente escandalosamente desfavorecida hasta entonces, a quienes se debería dar ayuda económica y técnica.
Pero hubo más: en la Ley Agraria del Ejército Rebelde (1958) se anticipó lo que iba a ocurrir si se llegaba a tomar el poder, pues no solo asumía todo lo anterior para los territorios ocupados, sino que alertaba que en el futuro debería haber leyes que complementaran todo esto, y de paso sirvió de base para entregar tierras a los campesinos en plena guerra, después de decomisarlas.
Para apostillar lo legal, en la Ley Fundamental de la República (1959) se aseguró insistentemente que se respetaban los fundamentales postulados de la Constitución del 40, en particular lo referido a la prohibición de los latifundios, y que la propiedad sobre la tierra se restringiría para los extranjeros, todo lo cual propendería hacia lo cubano; así que todo lo que se realizaría estaba claro.
En los inicios de 1959 (en febrero, Guayabal de Nagua; marzo, Pinar del Río, etc.) se entregaron propiedades correspondientes a latifundios confiscados.
LA LEY QUE MOLESTÓ
La Ley de Reforma Agraria, firmada el 17 de mayo de 1959 en La Plata, Sierra Maestra, era resumen de todo lo anteriormente ocurrido y determinaba, entre otras cosas, eliminar la propiedad extranjera, nacionalizar gran parte de la propiedad agraria y golpear de forma contundente el latifundio; haciendo todo esto de acuerdo al derecho internacional reconocido hasta por las grandes potencias.
Esta fue la ley que enfrentó directamente a la Revolución con los Estados Unidos, pues grandes intereses económicos del gran capital de aquel país se vieron directamente afectados por ella, por lo que marcó un antes y un después en las relaciones entre las dos naciones.
La Reforma Agraria había sido un reclamo fundamental de todos los sectores políticos en Cuba, incluso de la derecha más recalcitrante, que demagógicamente enarbolaba en sus discursos la necesidad de la misma; aunque cada cual interpretaba de manera particular cómo debería aplicarse, si solo afectar tierras ociosas del Estado, o si debería hacerse algo radical, como en esta ocasión, que dejó en 30 caballerías la propiedad máxima permitida, salvo las excepciones establecidas; pero sin dudas el golpe fue demoledor.
Al prohibir la propiedad extranjera se sabía que se afectaba directamente a los norteamericanos, dueños de enormes extensiones de tierras que habían adquirido, en mucho, aprovechándose de mil trampas impuestas desde su primera ocupación, utilizando a políticos, geófagos o guardias rurales para ello.
Por demás, la ley dejaba claro que la tierra era de quien la trabajara y eso lo cambió todo, pues este principio determinaba que se prohibía el arrendamiento, la aparcería y la precariedad sobre la tierra; mientras convertía en propietarios a cien mil familias campesinas y transfería al Estado el 40 por ciento de las tierras cultivables; amén de que creaba el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), que se convirtió por años en un superministerio con un peso enorme en todas las decisiones del país.
¿Y la indemnización? No hubo trampa: se asumía lo aceptado en la época, incluso por Estados Unidos, salvo en el pago previo, pues se indemnizaría con bonos emitidos por veinte años, con un interés anual de 4.50 por ciento, lo que podría haberse pagado de no enredarse la historia después.
Algún día habrá negociaciones serias con la estirpe de propietarios norteamericanos originales, que nunca cobraron indemnización porque la guerra desatada por el país del norte contra Cuba lo impidió después que se aprobó la ley oportuna, para nada responsable de los problemas surgidos posteriormente en el sistema agrario cubano.
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.