Mi capitán

Con este Capitán, yo iría a cualquier lugar del mundo, a incendiar praderas y a castigar botellas de ron.

A Hurtado lo nombran Capitán Descalzo en todo el Escambray
A Hurtado lo nombran Capitán Descalzo en todo el Escambray

Este Capitán es un bragao que le parte a los problemas por el centro del corazón. No hay que vivir de palabras blandas, ni se debe preguntar cómo hubiese actuado en la sociedad anterior, la de los burgueses, porque esta es la Revolución de su propiedad, la que le enseñó algunos rudimentos de justicia para que el peje grande no se trague al chico, aunque es cierto que no quiso oír las razones de la Agrupación Agrícola Estatal, la de los obreros y campesinos, cuando sucedió esto que no me acaba de explicar bien, que si no tiene tierra, o que tiene muy poca, o que anda enfermo, o que desea vivir mejor, o que necesita dinero.

Pero rompió relaciones con la Agrupación Agrícola Estatal.

Vine para La Habana, hago trabajitos de ararle la tierra a los vecinos porque está la obligación de alimentar a los hijos que la mujer me dejó – y señala a su alrededor media docena de gente, que van desde los niños hasta los hombres-. Me dejó para irse con la muerte. ¡Qué cosa!

“Eliada Hurtado. Así se llamaba. Nunca tuvimos una palabra más alta que la otra. Cuando yo iba a salir, Eliada me preparaba el bulto, con la ropa planchada y almidonada. No me preguntaba ni a dónde iba ni por cuánto tiempo. Sólo me recordaba: -Cuídate que la familia te espera”.

“Los muchachos vinieron, entonces los abrazó y los besó y se quedó tiesa como una palma”.

“Era de cara caída, ojos negros, pelo bueno y me daba por el pecho. Al mediodía de la faena aquella, me llamó: ‘Andrés, trae a los muchachos que ya me acabo”

Espacia las palabras, que le salen pastosas y musicales. Su manera de decir es la del buen cuentero, y sonríe, buscando la aprobación del que escucha, porque está muy convencido de lo que habla: “Son 50 años de vida y llevo canas”.

El machete le cuelga, ajustado en el cinto, bailando junto a la cadera derecha. “Este acero es el que me quita los bejucos en la manigua mala”.

Andrés Hurtado construyó su casa a la orilla de un polvoriento terraplén del Escambray. Una casa de pobres, revestida con madera de palma; dividida en tres partes: Una parte muy amplia que sirve de sala, de comedor y de cocina. Y dos pequeños cuartos. En la sala hay menos muebles que dedos en una mano. Tres taburetes desfondados y una mesa de patas gordas.

La radio clandestina de la isla Swan trasmitió en 1961: “El Capitán descalzo debe preparar el lomo. Le ajustaremos cuentas apenas desembarquemos en Cuba”.

Camina de la misma forma que habla. Cualquiera cree que las piernas van delante de él. Se le hunde en el trillo, rompiendo gajos, piedrecillas y caracoles.

A Hurtado lo nombran Capitán Descalzo en todo el Escambray. “Desde que tengo uso de razón, no recuerdo llevar zapatos en mis pies”.
Los decimeros de la sierra cuentan que Fidel Castro invitó a Descalzo a pasarse una temporada en La Habana. Pusieron un automóvil y tres escoltas a su disposición. Y le regalaron unas botas relucientes. “A usted hay que cuidarlo, Capitán”, le dijeron.
Bueno, ¿Y no podría caminar solo por ahí?
Es imposible. Nosotros somos sus escoltas y Fidel Castro ordenó su protección personal.

Bueno, yo voy acompañado, pero quiero andar sin estos trastes de botas. ¿Eh?

Capitán, esta es La Habana. El asfalto es muy duro. No tiene que ver con la tierra y la gente se asombrará de verlo con el uniforme y sin botas. Recuerde que nosotros, los milicianos, cuidamos de la presencia y buen porte.
Sin embargo, una tarde amarró los cordones y se echó las botas al cuello, escabulléndose de los escoltas y echando a caminar por la ciudad.

Los habaneros se hicieron amigo de Descalzo, formaron grupos a su alrededor, le preguntaron por el Escambray, por los bandidos. Lo invitaron a tomar el mejor ron y sus escoltas, erizados de preocupación, vinieron a hallarlo en lo último de La Habana Vieja, con los pies oreándose en la mesa de un bar de mala muerte.

Me aburrí de ver tantas casas amarillas y retorné con las botas al cuello. La Habana es para los habaneros y el Escambray es para mí.

Descalzo es desmochador de profesión. Descalzo es un cazabandido veterano. Descalzo es dueño de una pistola española Star de calibre 45. “Yo también maté mis bandidos y cogí esta pistola” que muestra en sus manos, pero no la cede a nadie.

El sargento Otelio se me presentó en la casa. “Hay una operación en Mata de Café”.
Le dije: “La operación no puede ser en Mata de Café. La operación será bien cerca de aquí, en Veguitas”.
No, en Mata de Café.
Fuimos en el jeep al cuartel del Caballo de Mayaguara, pasando por veguita, donde me cuqueó: “Hace tiempo que por esta loma no se registra, desde la época de Congo Pacheco”.

Regístrala y ya verás a los bandidos. Me da la idea que hay gente en esa loma. Pienso en lo que están comiendo. Hasta eso pienso.

Arribamos a lo de Caballo.
La cacería debe ser en Mata de Café, repitió Otelio.
Capitán, ¿dónde la hacemos, en Mata de Café o en Veguitas?
Yo digo que en Veguitas, Caballo.
Pues en Veguita vamos a operar.

Subimos a La Herradura y dimos en Veguitas. Yo tomé por la izquierda y Caballo por la derecha, repartiendo el cerco.
El día aclaró con el cerco repartido. Caballo y yo dirigimos el peine de los demás soldados.

Al poco, andan y tiran los bandidos y nos matan un cabito. El tiroteo siguió hasta las doce del día. Un bandido muerto y otro con las piernas partidas. El resto se dio a la desbandada.

Caballo ordenó: “Los perseguimos después. Ahora vamos a refrescarnos que la loma es brava y la loma es dura”.

Mientras ustedes refrescan, yo subiré al firme.
Caballo dijo: “Cuídese”.
Respondí: “No es la primera vez que se muere un hombre” y me quedé solito con el enemigo, que así es más sabroso.

Los desbandados se hundían en el monte y yo al paso de ellos. Uno, blanquito y rubio, me lanzó una pistola, a ver si yo me agachaba y me partía.
Yo no me agaché y ellos dispararon, y yo respondo con el M-52 porque yo siempre guerreo de pie. No me gusta echarme al suelo. El blanquito y rubio se murió. A la derecha sentí un gajo que partían y era el bandido que usaba una granada sin anillo, para echármela. Le volé la tapa de los sesos y la granada le explotó en el pecho. Entonces me agaché para recoger mi pistola.

A Descalzo lo bautizó el Escambray: Descalzo. Pero él asegura que sus grados se los dio “quien puede”: “Me los dio Fidel Castro. Grados de Capitán. En el año 1961. En los meses de la Limpia de Bandidos”.

– Fidel quería remover la zona de Valle Blanco. El teniente Elio López informó: “No hay mejor práctico de esa zona que el práctico de mi batallón”, y me presentó.

Tú estás descalzo, se asombró Fidel.
Descalzo, Comandante, le dije.
¿No te han dado zapatos, no te han dado botas?
Sí, Comandante, me han atendido de lo mejor.

Fidel intentó convencerme:
Tú le haces falta a la Revolución. Te nos vas a lisiar sin zapatos.

Le dije:
Oiga, Comandante, estos son los mejores zapatos. No hay que zurcirlos ni comprarle suela.

Salimos hacia Valle Blanco.

Propuse tomar por el firme de Boquerones. Fidel aprobó la idea. Un aguacero nos sorprendió a mitad de camino. Fidel iba delante y yo detrás de él. La sierra se puso de jabón. Las gotas parecían limones. Fidel me prestó su jacket con las estrellas de Comandantes en las charreteras. Los campesinos se olieron que venían gente grande y salieron al camino para saludar. Los vecinos sonrieron al verme con las estrellas en los hombros y decían:

Ahí va el descalzo, cobijado en buena sombra.
Miren, va de Comandante.
Eh, Comandante Descalzo, ¿cómo marchan las operaciones?

Yo respondía: “No soy tanto como Fidel. No soy Comandante, pero sí soy Capitán. Nada más que Capitán”.

Fidel me oyó hablar así. En un alto de la jornada me dijo: “Tú eres el Capitán de los Descalzos”, y desde ese día me otorgué los grados.

Es la desesperación del arado contra las piedras. Jooo-oope, Batalón malo, cuje la raya, joope. Y va forzando la bueyada, y ahí encuentra las piedras, el surco, la sequía, la tempestad y la gratitud del matojo que brota. Con ese esfuerzo y con esta aspiración, fue que preñó seis veces a la mujer, la que soltó demasiada vida y se extinguió seca. Batalón, caraa, que tu macho te dice, que te dice, ay, Batalón, buey malo, coge el surco. La cama se le quedó desabrigada a Descalzo y también la Revolución es cosa de hombres. Carajo, Batalón, hazme el favor de trazar. Recto, Batalón, recto. Ahorita concluye la faena, y el hijo más responsable le preparó algo en la mesa. Unos arroces patitiesos o pan con guayaba, o café aguado, o tienes suerte y es el día de la carne. Luego será la hora de los sueños, de la verdadera conquista, hundiendo la cabeza en la almohada que cubre su Star. Y afuera será la noche en la montaña, donde la tierra es tan negra como el cielo.

(Relato tomado del libro Nos impusieron la violencia, de Norberto Fuentes. Editorial Letras Cubanas. La Habana, Cuba. 1986)