El señuelo

“Es el último y Guberto lo tiene controlado”, me digo.
Tan pronto apresé y desarmé al que corría frente a mí, miré hacia ambos lados y advertí que la persecución había finalizado; a la derecha, mis compañeros del peine capturaron a dos más, uno estaba herido.

Los del cerco se mantuvieron a la expectativa y cuando los forajidos se aproximaron, fueron suficientes unos pocos disparos para hacerles comprender lo inútil de cualquier resistencia, pues estaban entre el fuego del peine y el cerco, equidistantes apenas a unos cien metros.

A mi izquierda, Guberto se acerca al único criminal que aún no ha sido capturado. Sin dejar de apuntarle camina unos treinta metros y se detiene.
—¡José, ven acá! —grita, y de inmediato acudo a su llamado.
—¡Coge ese fusil que está en el suelo! —me dice, sin distraer la vista de su objetivo, y lo tomo; él reanuda el movimiento hacia el adversario.
Reviso el arma, compruebo que el cargador no tiene municiones y la recámara está vacía.
“Ah, por eso lo soltó”, razono.
Mi compañero avanza la mitad de la distancia que lo separa del sujeto y vuelve a detenerse.
—¡Toma, esa es mi pistola! —vocifera el bandolero y la lanza hacia su oponente; pero esta solo vuela seis o siete metros y cae frente a su exdueño quien, de pie, se mantiene inmóvil.
Despacio, Guberto reinicia el movimiento.
“¿Por qué tan cauteloso?”, me pregunto.
“Una pistola es el mejor trofeo para un combatiente y como él no tiene, seguramente los jefes deciden premiarlo con esa. ¡Ah, compadre, apúrate y cógela, no seas lento!”, el requerimiento se queda en la mente, pues no me atrevo a distraerlo con palabras.
Con las manos en alto y sin moverse, el individuo flacucho parece una estaca clavada en el suelo.
El miliciano se para a menos de dos metros del arma, pero sin bajar la vista. No espero a que nuevamente me llame y voy por ella.
“¡Eh, está moviendo las manos y… las une!”. Aunque más alejado que mi compañero, advierto en el bandido un ademán extraño.
Truena un disparo y la estaca humana se desploma.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué tiraste? —grita el jefe, al tiempo que corre hacia donde estamos.
—¡Espera…, no te acerques! —dice mi compañero y extiende la mano para detener al jefe.
Transcurren cuatro o cinco segundos hasta que, sin salir de la estupefacción, nos aproximamos adonde el cadáver yace boca arriba.
Por unos instantes miramos al inerte pícaro y reparamos en que mantiene unidas ambas manos.
—En buena lid te has ganado el señuelo, digo, la pistola —comenta el jefe de escuadra quien, con una palmada en el hombro de Guberto, pretende borrar en el miliciano la molestia del regaño.
El oportuno y mortal disparo no le permitió al bribón halar la anilla, para quitarle el mecanismo de seguridad a la granada.

José A. Gárciga Blanco
Publicado en El pueblo no quiere bandidos. Casa Editorial Verde Olivo. 2013.