Con cinco siglos de fundada, la llamada Ciudad museo del Caribe celebra también cinco lustros de haber sido inscrita en la lista del Patrimonio Mundial
La ciudad de Trinidad nació, creció y se desarrolló tan al margen del país que cuando José Antonio Saco comenzó a soliviantar con sus ideas políticas a la juventud habanera, ya bien entrado el siglo XIX, al Capitán General de la siempre fiel isla de Cuba, Don Miguel Tacón y Rosique, no se le ocurrió mejor salida para el muchacho revoltoso que ordenar su destierro hacia este paraje del centro sur de la isla.

La Trinidad de antaño. La Parroquial Mayor de Trinidad, concluida en las postrimerías del siglo XIX, preside la plaza principal de la tercera villa de Cuba.Tercera urbe más importante del país al terminar el siglo XVIII, con calles empedradas desde 1817, alumbrado de aceite desde 1838 y comunicación ferroviaria con su puerto de mar desde 1856, la gran ciudad, incluso en medio del esplendor que le garantizó el boom azucarero de décadas precedentes, ya comenzaba a insinuar las primeras señales de una decadencia que trascendería la centuria.

La investigadora Alicia García Santana, que ha estudiado como pocos el entorno trinitario, considera que la fractura económica de la comarca sobrevino con el agotamiento de las posibilidades del hoy llamado Valle de los Ingenios —hacia 1827 en estos predios funcionaban 56 fábricas de azúcar y laboraban unos 11 700 esclavos—, situación que se agravó con la fuga de capitales hacia otras regiones más promisorias (Sancti Spíritus, Sagua la Grande y sobre todo Cienfuegos) y el apoyo de los trinitarios a la gesta emancipadora de 1868.

“El último cuarto del siglo XIX fue pavoroso —escribe la doctora García Santana—: se paralizó el tráfico comercial del puerto, cesó de circular el ferrocarril, quebró la Compañía de Alumbrado Público, terminaron las representaciones en el teatro Brunet…Trinidad quedó reconcentrada en sí misma, sin recursos con que modificar sus edificios, el empedrado de sus calles, su fisonomía y ambiente urbanos”.
La escritora y folclorista cubana Lydia Cabrera (1900-1991) seguramente quedó deslumbrada cuando visitó Trinidad hacia 1923 y según sus propias palabras descubrió una ciudad “casi intacta a pesar de las demoliciones que había padecido a comienzos de la República”, que, según ella, “aislada del resto de la isla, vivía o dormía, fuera del tiempo”.

ANACRÓNICA Y VULNERABLE

¿Cómo salvar del deterioro y de los peligrosos vientos de la modernidad esta reliquia, anacrónica y vulnerable, ahora instalada en pleno siglo XXI? La pregunta viene espoleando a los círculos intelectuales, a las autoridades locales y del país y a la propia población desde hace muchos años.

Los investigadores trinitarios Carlos Luis Sotolongo Puig y Carlos Enrique Sotolongo Peña han revelado la existencia de una carta de más de 100 años, fechada en 1912 y considerada por ellos el primer texto en defensa del patrimonio edificado de la ciudad, en la cual el patriarca Saturnino Sánchez Iznaga protestaba ante las autoridades por el atropello que significaba la demolición del Palacio Béquer, según Domingo del Monte, uno de los más suntuosos de cuantos se construyeron en toda la isla.

Trinidad de Cuba: el descubrimiento constanteEn tiempos de la República el ingeniero e historiador Manolo Béquer sentaría pautas a favor de la preservación de la otrora villa, primero concientizando a personalidades de la cultura cubana sobre la importancia de descubrir y proteger la ciudad y luego, desde la Asociación Pro-Trinidad, creada hacia 1942, dando batalla no solo por la conservación de las edificaciones patrimoniales, sino también por insertar la localidad en el concierto nacional.

El notable historiador Emilio Roig de Leuchsenring publica en 1942 en la revista Carteles el artículo “Cuba por Trinidad, Trinidad por Cuba”, en el cual defiende el rescate de las riquezas trinitarias, un llamado que colapsó frente a la falta de apoyo oficial, que incluso mantuvo a la región sin comunicación terrestre con Sancti Spíritus y Cienfuegos hasta mediados de los 50, cuando se construye el Circuito Sur y posteriormente el sanatorio para tuberculosos y la carretera a Topes de Collantes.

Estudiosos coinciden en que el innegable aporte de Manolo Béquer y de la Asociación Pro-Trinidad marcó sin dudas un cambio en el panorama decadente heredado de fines del siglo XIX y, más que todo, ayudó a forjar el sentimiento de preservación de los valores patrimoniales, pero ello no pudo impedir, tal y como aseguran los testimonios y muestra la iconografía de la época, que la ciudad llegara a la Revolución en un estado ruinoso.

Víctor Echenagusía, especialista de la Oficina del Conservador de Trinidad y el Valle de los Ingenios y voz autorizada en la materia, reconoce que incluso en tiempos muy duros para la región como la llamada Lucha Contra Bandidos (LCB), desarrollada en la vecina cordillera del Escambray entre 1959 y 1965, o durante el período especial, la conservación de la ciudad ha constituido una prioridad innegable.

La creación de la Oficina de Restauración anexa a la dirección de Cultura; el nombramiento, en 1967, de Carlos Joaquín Zerquera y Fernández de Lara como Historiador de la Ciudad; el inventario cuidadoso de los bienes patrimoniales; la celebración desde 1974 de la Semana de la Cultura, experiencia que se extendería al resto del país; y la salvación, a orillas de la emblemática Plaza Mayor, del Palacio de los Condes de Brunet, actual Museo Romántico, marcaron hitos en el territorio.

Luego sobrevendrían dos momentos trascendentales para la suerte del patrimonio local: la creación, el 28 de marzo de 1997, de la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad por el Decreto-Ley Número 216 y la posterior inclusión del Centro Histórico trinitario y el Valle de los Ingenios en la lista del Patrimonio Mundial, el 8 de diciembre de 1998.

UN PATRIMONIO EXCEPCIONAL

Palacios ostentosos, pinturas murales, torres y campanarios, rejas traídas exclusivamente desde Nueva Orleáns, aleros de tornapunta y empedrados con auténticas chinas pelonas sobreviven en Trinidad gracias a la paciente labor de estudio, conservación, restauración y promoción de una ciudad reliquia que, al decir de Alicia García Santana, constituye “un relevante testimonio patrimonial del país y uno de los más representativos del Caribe”.

El empeño no resulta menudo cuando se trata de un centro histórico urbano que abarca 50 manzanas y cuenta con más de 2 000 edificaciones, en su gran mayoría viviendas representativas de la arquitectura doméstica de los siglos XVIII y XIX, a 83 de las cuales se les ha conferido el Grado de Protección I, más los 73 sitios arqueológicos y ruinas arquitectónicas diseminados por el Valle de los Ingenios.

Precisamente el programa a emprender el próximo 12 de enero, a propósito de la celebración del medio milenio de fundada la villa incluye beneficios para los Museos de Arqueología, de Arquitectura, de Historia, de Lucha Contra Bandidos y Romántico, el inicio de los trabajos en el Palacio Iznaga, la recuperación de las llamadas Casas Malibrán, Frías y el edifico de Amargura 85, así como la reparación de empedrados, resane, mejoramiento y pintura de fachadas en calles emblemáticas.

En el Valle de los Ingenios, por su parte, se viene laborando en diversos viales, en la recuperación de la casa-hacienda de Guáimaro, el mantenimiento de la pintoresca torre de Manaca Iznaga, la conservación de las ruinas de San Isidro de los Destiladeros y el raleo de vegetación indeseable, como compensación a la falta de la caña de azúcar en el paisaje.

A LA SOMBRA DEL TURISMO

Cuando hace 25 años la Convención Internacional de Patrimonio de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) acordó, en reunión celebrada en Brasilia, la inclusión de Trinidad y su Valle de los Ingenios en la lista del Patrimonio Mundial, ni la ciudad era el hervidero turístico que es hoy ni las plantaciones azucareras de su entorno se encontraban amenazadas por una transformación económica que a la postre conduciría a su desaparición.

Trinidad de Cuba: el descubrimiento constante
Como si el organismo internacional hubiera estado leyendo el futuro de la región, la propia Declaratoria de Patrimonio de la Humanidad incluyó dos recomendaciones anticipadas: la primera de ellas subraya la necesidad de proteger el Valle de cualquier medida que altere “su integridad ecológica y constructiva”; la segunda —y no menos importante— demanda un desarrollo del turismo “sin que los conjuntos declarados sufran modificaciones y usos inadecuados”.

Expertos en la materia consideran que aprovechar de manera inteligente los atributos históricos y culturales preservados durante siglos en función de atraer y desarrollar el turismo sin que este altere la integridad de aquellos constituye para los trinitarios de hoy acaso una suerte de partida de ajedrez en la que cada movimiento debe pensarse y repensarse cuidadosamente para no caer en el vacío.

La conveniencia o no de proteger el patrimonio a la sombra del turismo ha sido pasto para controversias desde que surgió la idea en tiempos de la República hasta hoy; sin embargo, el bando de los que apuestan por sostener una “ciudad pura” cada día pierde seguidores, por no decir que ha dejado de existir.

Al menos así piensan las jimaguas Liset y Lisbet Ezquerra, que desde hace algunos semanas se confunden más que nunca en su nuevo restaurante Sabor a mí, a un costado del convento de San Francisco de Asís, actual Museo de la LCB.

Junto al creciente desarrollo del turismo estatal, en Trinidad conviven como promedio más de 850 hostales y alrededor de 400 cafeterías y paladares reconocidos oficialmente, la mayor parte de ellos anclados en la zona patrimonial, un privilegio que si bien aporta ingresos no despreciables al municipio —el plan de recaudación tributaria del cuentapropismo en el corriente año asciende a 30 millones de pesos—, también acarrea preocupaciones a los responsables del ordenamiento urbano.

Especialistas de la Oficina del Conservador hacen una doble lectura del asunto: de un lado resulta obvio que la solvencia económica generada a propósito de estos negocios puede repercutir a favor del patrimonio edificado; del otro, que si dichas acciones no son bien conducidas pueden convertirse en un boomerang para la ciudad.

“Hemos identificado tendencias preocupantes, sobre todo con el uso de las azoteas y la proliferación de pérgolas y toldos —ha reconocido Blanca Pérez Bravo, directora técnica de la Oficina—, pero estamos enfrentando las violaciones, que por suerte son reversibles”.

Para Víctor Echenagusía sería imperdonable que la generación actual no hiciera hasta lo imposible por salvar Trinidad, una ciudad, según él, hecha a escala humana, “donde todo es holgado, donde los edificios no te aplastan, hay un motivo de sorpresa a cada instante y hasta la luz es diferente”.

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