El sonido rítmico y musical en cada golpe de martillo sobre el yunque, armado en un raíl de línea, despereza la mañana en el poblado de Jarahureca, Yaguajay. Cinco leguas a la redonda, todo el mundo sabe que en el taller improvisado de Delvis Armas Domínguez la fragua de clavos y herraduras empieza temprano porque herrar seis o siete bestias al día lleva la ciencia enseñada por su abuelo hace 40 años.
“¿Quieres hacerte herrador de caballos?”. Cada vez que el viejo Prisciliano le hacía la pregunta, zambullía los ojos en el cajón de herramientas como empeñado en que su nieto amara aquel oficio que “no da fortuna ni hace rico a nadie; pero da para vivir con vergüenza”, le aclaraba.
Y orgulloso, Delvis aprendió los secretos de la forja, el arte de calentar y transformar hierros viejos en nuevos. Todavía disfruta el sonido silbante del metal derretido al tocar el agua; el cambio de color, es la viva señal de que ha domado algo que parecía indomable.

Cada vez que Tite Hernández y su hermano, herradores amigos del abuelo, visitaban la casa iban directo a la fragua y hablaban al fuego y también al muchacho aprendiz: “¿Tú sabes por qué a mí me gusta la herrería? Porque coges un hierro o un alambrón viejo y lo forjas y lo trabajas y haces herraduras o clavos, y todo queda nuevecito”.
Y ahí, debajo de los humos del fogón y del carbón ardiente, Delvis sacó otras lecciones que los años no han logrado enfriar: “Herrar un caballo no es poner los clavos y ya; no es tan simple. Es como calzarlo y que el zapato quede bien puesto. Si lleva el tres y medio en herradura por el tamaño de casco, no puedes colocarle otro número”, aclara.
“Le pongo un ejemplo de bestia a persona. Si usted se corta la uña un poco más atrás le va a doler, quizás un día, dos días. Si al caballo se le arrima el clavo a la carne, cojea porque le duele”, explica y se coloca casi debajo del vientre del animal, al pie del costillar; le alza la pata y corta el excedente del casco, lo lima, clava la herradura y finalmente remacha las puntas de los clavos.
Cuando el cuerpo largo y huesudo del hombre va a enderezarse, la cintura cruje, la rodilla también le avisa que debe tomar un descanso. Hace más de quince años; pero todavía el dolor le recuerda la patada de aquel caballo negro brioso de La Elvira que le dio justo “en el huesito que está al lado de la chocozuela”, ilustra en su lenguaje anatómico y guajiro.

“No les tengo miedo, pero sí las respeto porque hay bestias mansitas y otras bravas, bravas que hay que tumbarlas, amarrarles las patas y hacerles lo que nosotros llamamos un trabón para que no puedan patearte ni morderte.
“De hacer tanta fuerza y estar doblado con la pata del caballo entre las piernas, tengo muy mal la cintura; al punto de que ya no rindo como antes. He perdido la cuenta de las herraduras que he hecho y he puesto en mi vida, ¿y clavos?, herrar una bestia lleva 24 clavos. Imagínese”, afirma.
A las once de la mañana, el sol cae sobre las casas hasta abrumarlas. Bajo la mata de mango que divide el patio vecino, el sudor abre surcos en la frente del herrador que tiene fama ganada de serio y de bien quedar; quizás, por ello, además de Jarahueca, viene gente de Carrillo, Meneses, Las Minas, Jíquima, Iguará, de todos los pueblos cercanos.
Con vista de lince, este hombre de 52 años percibe cuando un animal viene espiado, si ya pasaron más de 40 días y las herraduras se gastaron, si las patas están destrozadas por las piedras o por el exceso de trabajo. Sabio por los años de observación y por la práctica, Delvis cuida que al final del herraje el caballo pise parejo, que no se desbalancee, mucho menos que choque los cascos, porque todo ello es sinónimo de salud para el corcel y de haber trabajado bien.

El viejo Prisciliano era un cascarrabias enseñando, le gustaban las cosas bien hechas; sin embargo, el nieto prefería que le corrigiera el error sin presionarlo. “El regaño constante es malo porque pone a la persona más bruta”; es la filosofía de Delvis, cuyo padre también fue alumno de Prisciliano y vivió de este oficio hasta que optó por ser chofer. “Yo he enseñado y estoy enseñando ahora a otro muchacho de aquí del pueblo —añade—, y me siento bien con que alguien más quiera aprender a herrar”.
Su abuelo fue un gran maestro y estuvo trabajando hasta el mismo día en que murió. “Herró por la mañana y a las cuatro de la tarde se sentó en la terraza de la casa y me dijo que le dolía un poquito el pecho, que ni se iba a tomar los dos buchitos de ron con ajo que él decía eran buenos para los huesos. A las doce de la noche falleció de un infarto, tenía 84 años”, recuerda Delvis y con la escofina da el toque final al casco que sostiene en las manos rudas y largas, llenas de aquellas cicatrices dejadas con el tiempo por las ampollas nacidas del martilleo contra el yunque.

En este como en otro oficio la chapucería echa a perder todo, lo escuchó decir más de una vez en boca de herradores que se conocían los cascos de las bestias de toda la comarca y que repetían como un versículo bíblico el famoso proverbio español: “por un clavo, se pierde una herradura; por una herradura, se pierde un caballo; por un caballo, se pierde un reino”.
Ya lo advirtió Onelio Jorge Cardoso, el Cuentero Mayor: “para un montero, un caballo es como otro miembro de su cuerpo, y cuando está enfermo hasta el aire en derredor se estremece; y, más aún, cuando lo roban lo busca por los cuatro lados del mundo”.
Desde los 13 años, Delvis aprendió a leerles los ojos a las bestias, a escuchar el sonido de sus huesos, a conocer sus mañas, el lenguaje de sus relinchos; quizás por esta conexión, da una palmada en el lomo al alazán que acaba de herrar y vuelve a la fragua. Al instante, en 10 leguas a la redonda se escucha el sonido rítmico y musical de cada golpe de martillo sobre el yunque.
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