En medio de persecuciones, carencias extremas, pérdidas irreparables de sus hijos, familiares y amigos y un escenario agreste —cinco ciclones, temporales extremos o sequías tremendas—, Mariana Grajales Cuello sobrevivió durante 10 años en la manigua, habitando en vara en tierra, cuevas o casas muy rústicas cercanas a los campamentos de los mambises para asistir a los heridos y, por ello, en peligro mayor; razones por las cuales la historia debería mirarla más allá de ser la madre de sus míticos hijos, a lo que muchas veces se reduce toda su vida.
Mariana fue una legendaria mambisa que, ya anciana, refunfuñaba con desdén o furia cuando en su casa en Jamaica se hablaba del fin de la guerra sin conseguir casi nada, más cuando las esperanzas y bríos iban disminuyendo con el paso de los años, lo que ni Martí pudo revertir cuando ella lo recibió con sus manos finas, el pañuelo en la cabeza, el brillo último de sus ojos, la bondad y el cariño sublime; tal vez porque él era quien podía sumergirse en los delirios de los mejores sentimientos por una mujer símbolo de todo lo que había pasado Cuba hasta entonces.
Dos matrimonios, muchos hijos propios o ajenos, una vida durísima hasta su adolescencia, e igual después cuando enviudó siendo una madre joven, negra, pobre, analfabeta y aguijoneada por los prejuicios raciales y tuvo que comenzar de nuevo, en su vuelta a la familia original, llena de problemas semejantes.
EL ORIGEN
De la liga caribeña entre José y Teresa, que conformaron una familia humilde y pobre, nace Mariana un 12 de julio de 1815, fecha ajustada por sus estudiosos, sin más expectativas que las comunes para aquella sociedad, que no tenía miramiento con las mujeres de su condición, así que tendría que sobrevivir en un mundo que la atacaba solo por ser ella y del cual solo podría librarse o al menos mitigar sus efectos sobre ella y su familia, construyéndose desde la decencia, la disciplina, el coraje, la rectitud y la entereza.
Casi a los 15 años se casó con Fructuoso Regüeiferos y Hechevarría, a la edad en que era común hacerlo en esa época, sin importar el modo de pensar más íntimo, pues las reglas establecidas difícilmente podrían salvarse; siete años después enviudó, cuando era una jovencita todavía, con cuatro hijos y en condición de extrema pobreza, cuando comienza de nuevo su andar, llena de la fuerza, libertad y coraje que ya la caracterizaban.
Su segundo matrimonio, en 1851, ya con una experiencia de vida enorme, lo hace con el santiaguero Marcos Maceo, a quien conoció a mediados de la década de 1840, con el que tiene la prole más famosa, contando a Antonio, José, Julio, Miguel, Rafael, Marcos, Tomás y las hembras María Baldomera, Dominga, y María Dolores, que muere a las 15 días; aunque la tragedia sobre esta mujer es perenne, pues varios de sus vástagos perecen como consecuencia de la lucha libertaria, lo que soporta con estoicidad y sin que el ánimo para seguir atendiendo a los demás disminuya.
Se convierte en líder de esta familia, pues, aunque Marcos tiene igual trascendencia en la formación de sus hijos, no hay dudas de que el respeto ganado por esta mujer será decisivo.
Para franquear todo aquel durísimo escenario, Mariana se apoyó en su enorme inteligencia natural e igual capacidad organizativa, la viveza del pensamiento, el entendimiento de lo que podría estar ocurriendo en derredor, la agilidad para dar respuesta a cada problema surgido, el trabajo incansable, la educación pragmática, los sólidos principios y la inmensa capacidad para seguir adelante sin importar las circunstancias que le tocaran vivir.
Por esas razones no solo se convirtió en una colaboradora de su marido en el campo, sino que regía la vida del hogar de manera estricta, donde el orden, la disciplina y la limpieza eran medulares en una educación basada en una moral rígida y valores sagrados que no se podían traicionar.
Si alcanzó fama por esta extrema educación, base de su pensamiento de que el éxito debería sustentarse en ello, también hay muestras de su cariño y amor incondicional hacia su esposo e hijos; es mítico el cuidado que le dispensaban todas las personas que la acompañaron después, como si fuera una reverencia por lo logrado con su familia, mientras sus hijos recordarían con agrado las nanas con las que su madre los dormía cada noche y los cantos con que alababa todo en lo que creía, como la Patria.
LA HEROÍNA
Fue Mariana transgresora de la época cuando decidió entregarse por amor, ir a la manigua, no someterse al hombre, tener su casa propia, legitimar a sus hijos cuando pudo y al reconocer a otros como suyos propios.
Tampoco fue una mujer común, menos una damisela sumisa de decisiones ajenas: cuando su marido supo que se produciría la guerra, lo enfrentó hasta saber la verdad y después fue ella quien reunió a sus hijos e, invocando a Cristo como el revolucionario por antonomasia, los invitó a sumarse a la guerra redentora y en cada época supo involucrar a los más pequeños en tal gesta; o exigía a las mujeres firmeza en sus sentimientos y acciones, sobre todo cuando sus seres queridos estaban en situación crítica.
Tan regia fue que, a pesar del temor de Antonio por ella, cuando la protesta fecunda y su posterior salida de Cuba, Mariana se queda a resolver muchos problemas legales frente al poder español, para marcharse después a Jamaica, por decisión personal, no como exiliada, y comenzar otra vez su vida desde cero en condiciones extremas, pero ya siendo sexagenaria, como si eso fuera una constante en su vida; sabiendo que la lucha no había concluido y que quizás fuera más difícil aún en las nuevas circunstancias.
Desde 1923 Mariana descansa en Cuba y, quizás desde entonces, cuando comenzaron los homenajes a su persona, se inició también el largo camino para reconocerle su papel, no como la madre de los mártires emblemáticos, que siempre lo tuvo, sino como mambisa y luchadora insubordinada a sus hijos, sino a ella, con una vida propia llena de esa sapiencia de la que se debería beber todos los días en cada escenario posible.
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