Si una aguja cae en el Escambray

El 7 de septiembre de 1960, como a las once de la noche, comienzan estos hechos. Nosotros éramos un grupo de diez soldados con un sargento y un teniente, que estábamos destacados en el cuartel de La Sierrita. Esa noche a la bomba de gasolina llega un individuo armado, se presenta ante el miliciano que estaba allí y le pregunta dónde queda el cuartel, que va a hacer una denuncia. Y el miliciano lo conduce al mismo cuartel.

Ahí llega el hombre son su M-1 y dice:
—Vengo a denunciar un grupo que viene a tirotear esto aquí.

Le pregunto:
—¿Quién eres tú?
—Yo soy de la G-2.
—¿Dónde tú estabas?
—Yo estaba con ellos.
—Bueno, —le decimos —tú serás de la G-2, pero vamos a trancarte.
Y lo dejamos detenido. Entonces nos cuenta:
—Nosotros subimos por aquí más o menos el día 1ro. de este mes. Estábamos allí arriba, en la loma esa, con tres más. Yo vine infiltrado con ellos, y ahora estaba de guardia y cuando se durmieron me les fui.
Entonces llamamos a los demás compañeros para tomar nosotros los puntos clave. Uno de los guardias dice:
—Esperen un momento, que antes que amanezca hay que coger alguna gente de aquí de La Sierrita, los colaboradores.
Poco a poco, unos que sabíamos nosotros y otros que nos dijo él, tuvimos enseguida la relación de todos los colaboradores… es decir, que esa noche cayeron presos todos.
Y decidimos avisar a la capitanía de Cienfuegos.
Inmediatamente el teniente Socarrás sale para Cienfuegos a ver al capitán José Antonio Borot, pero él andaba con Fidel, que estaba en la ciudad. Al fin los localizan. Socarrás explica la situación y Fidel decide:
—Vayan para La Sierrita, que nosotros vamos ahora para allá.
A las cuatro de la mañana llega Fidel con un grupo de compañeros.
Fidel estaba allí y era la primera vez que yo lo veía de cerca, que hablaba con él.
Dice el Comandante:
—Bueno, explíquenme cómo es el lugar ese donde están. ¿Quién es el que conoce mejor ese lugar?
El cabo Ramón Hernández Plasencia, a quien nosotros le decíamos Abuelo, dice: “yo soy el más conocedor”.
Y Fidel me pregunta directamente:
—¿Hay algún camino por la retaguardia?
Le explico: —Sí, hay un camino desde la casita que continúa loma arriba y de ahí se dirige en vuelta de Gingiblito; otro viene con rumbo de Monforte y sigue para San José, es decir, que después que uno está arriba en la loma puede coger para una pila de lugares, y lugares bastante difíciles.
Entonces Fidel dice: —Bueno, hay que coger ese camino, ese camino de la retaguardia hay que tomarlo.
Y yo aventuro mi opinión sincera: —Me parece, Comandante, que ya a esta hora esa gente no está ahí, ya volaron a esta hora.
Y entonces, con una gran seguridad, Fidel dice: —Sí, esa gente sí están ahí; si acaso se van, esperan a que amanezca y entonces se van poco a poco. Por eso es que hay que coger el camino de la retaguardia antes que amanezca. ¿Qué distancia hay por ahí derecho?
—Habrá dos kilómetros o dos y medio —le respondo.
—¿Y por la vuelta que van a ir ustedes?
—Habrá ocho o nueve kilómetros, pero loma arriba, por caminos malos.
—¿Quién va a ir?
—¡Que vaya él mismo! —le dice el Abuelo.
—¿Cuántos hombres vas a llevar? —pregunta Fidel.
—Con tres hombres tengo.
—¿Y qué armas llevan?
—Garand todo el mundo.
—¡Pues andando!
Cuando llegamos a la loma de La Bartola ya íbamos con cuidado, pensando toparnos con la gente. Empezamos a bajar, vimos un campesino, lo detuvimos y preguntamos si había visto a alguien. Nos negó todo. Seguimos bajando. Encontramos una mata de mango resinoso, que da frutos hasta septiembre u octubre, y se veía que allí habían comido mangos. Dijimos: “La gente anda por aquí”. Fuimos avanzando con mucho cuidado. Y de pronto veo a un hombre medio agachado con un arma, que va a meterse en una casa, y por poco le tiro, por poco mato a un compañero, porque era el teniente Alberto León Lima, Leoncito, que era uno de los que venían con Fidel, y me doy cuenta de que era él porque veo a su lado al cabo Abuelo que sirvió de guía a Fidel.
El caso es que la llegada a la casa fue coincidente, ellos por un lado; nosotros por el fondo. Fidel y la otra gente se habían quedado allí cerca, por una lomita, y Leoncito y Abuelo, que llegaron a la casa, y nosotros por el camino del fondo fuimos a dar a la cocina, llegamos prácticamente juntos.
La casa estaba rodeada por un barranco. Detrás tenía la cocina, el secadero de café y por los laterales barrancos enormes. Entonces Leoncito entra por una puerta, y Abuelo y yo cubrimos el lado izquierdo de la casa. Los guardias que estaban conmigo se quedan a la derecha. ¡Y la gente estaba en la sala de la casa! Estaban allí haciéndose una funda de saco para los peines de las San Cristóbal.
Y cuando nosotros escuchamos el grito de Leoncito de ¡no se muevan…! irrumpimos en la casa y ellos se tiran a las armas. Entonces León les dispara y uno cae herido dentro de la casa y los otros dos salen desprendidos por el frente.
Yo le tiro a uno y Abuelo al otro. Todo a gran velocidad, como en una película, los dos tipos se lanzan por el derrisco uno para el frente del secadero y otro para el lado. Pensábamos realmente que estaban muertos. Nos cercioramos que no quedaba más ninguno de ellos dentro de la casa, porque allí dentro había una gritería enorme, una negrita que vivía allí y unos muchachos gritando para hacerse oír. ¡Cuidado con los niños! ¡Cuidado con los niños! Era Fidel dando órdenes en medio de aquel tiroteo.
Entonces me lanzo por el sendero, por el mismo lugar donde se fue el tipo, pero agarro primero las armas que dejaron tiradas, corro y corro por la cañada para abajo y, en un momento, cuando voy a poner los pies, impulsado, había un hueco, un saltadero de la cañada, y me fui para abajo hasta el pelo. Pero salí de ahí con mi Garand y la San Cristóbal del tipo, detrás de él y gritando: ¡ahí va, ahí va!, y de pronto siento delante de mí: tra-ta-ta-ta, una ráfaga y voces: —¡Aquí está, aquí está! ¿Párate ahí, párate, maricón!…
Hasta que lo agarramos, y lo único que tenía ese hombre era un arañazo en la frente. Resultó ser Alberto Walsh y fue el comandante Puertas quien le tiró el rafagazo delante de mí.
Después le quitó al bandido la pistola que traía, y el otro no aparecía. Por fin lo encontramos, enterrado dentro de un montón de mariposas silvestres, y con las piernas destrozadas por los disparos.
Entonces Fidel se reunió con la gente de aquellas dos o tres casitas y les dijo que el único castigo que les íbamos a dar, por colaborar con los bandidos, era que llevaran los heridos en hamaca hasta donde los carros los pudieran sacar.
Allí fue entonces cuando Alberto Walsh le dijo a Fidel:
—Mire, Comandante, yo sé que a nosotros nos ha denunciado uno que vino con nosotros, a ese lo traje yo como enfermero porque yo no soy alzado, yo vine a rescatar a mi hermano Sinesio que me dijeron que estaba herido, y lo traje a él como enfermero, pero parece que se acobardó y se fue, pero no somos alzados.
Fidel entonces le preguntó: —Bueno, ¿y los otros dos? El bandido dudó y luego respondió: —Bueno, los otros dos se me unieron. Y entonces se derrumbó.
Se produjo entonces algo histórico. Fue ahí, en ese lugar, conversando con aquellas familias confundidas, cuando Fidel dijo por primera vez, porque luego lo dijo públicamente: “si una aguja cae en el Escambray, una aguja encontraremos”.

(Testimonio de Inocencio Rodríguez. Publicado en El otro Escambray de Nicolás Chaos Piedra. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 2014.)