Sarría, redentor de las ideas

La actitud del teniente Pedro Sarría Tartabull el primero de agosto de 1953 al proteger tres veces la vida de su prisionero Fidel Castro salvó también el proceso revolucionario cubano. Sábado primero de agosto de 1953. Vivac de Santiago de Cuba. En la oficina del recinto de detenciones primarias un

Fidel, en el vivac santiaguero, hace declaraciones mientras Sarría, inclinado hacia delante, sigue atentamente sus palabras. Chaviano escucha torvo. La actitud del teniente Pedro Sarría Tartabull el primero de agosto de 1953 al proteger tres veces la vida de su prisionero Fidel Castro salvó también el proceso revolucionario cubano.

Sábado primero de agosto de 1953. Vivac de Santiago de Cuba. En la oficina del recinto de detenciones primarias un militar de estatura mediana, blanco y de bigote arde en medio de terrible cólera, mientras transcurren los minutos en una tensa espera de algo que está a punto de ocurrir y que lo contraría hasta el frenesí.

Se trata del coronel Alberto del Río Chaviano y acaba de llegar del regimiento Moncada alertado por el comandante Pérez Chaumont de que hacia el Vivac se dirige el teniente Pedro Sarría con un grupo de prisioneros, Fidel Castro entre ellos, y que aquel se había negado a entregárselos para, según el aludido, ponerlos a disposición del fuero civil.

Cuando al fin entra el pelotón de soldados con sus prisioneros y el teniente al frente, Chaviano, con la cara descompuesta de ira, le espeta en tono de reproche: “Sarría, ¿qué es lo que has hecho?”. Como el teniente le riposta, lo llama a un lado y le dice, indicando a Fidel:

“Tú sabes que había que entregárselo a Chaumont, Sarría, ¡me has desgraciado! Está el general Batista esperando por teléfono a ver qué hay con todo esto y no se ha cumplido la orden suya sobre este cabecilla. Este hombre no podía haber llegado vivo hasta aquí. Yo no sé cómo me las voy a arreglar ahora”.

 

UNA ACCIÓN QUE SALVÓ EL FUTURO

El primero de agosto, también por orden superior, salen aún de noche en un camión el teniente Sarría, su ordenanza, Julio César Corbea y 15 alistados. Pasan por el pueblecito de El Caney y llegan a la finca El Cilindro, donde -previa escala en la casa del dueño, un campesino de apellido Sotelo- empiezan a peinar los alrededores.

Pronto avistan un pequeño bohío de madera y guano. Sarría, que observa con sus prismáticos, tiene una premonición y le dice a los suyos: “¡Hacia la casita, adelante!”. Un cabo de apellido Suárez que avanza en vanguardia, le dice: “¡Teniente, hay hombres armados!”.

En aquella especie de varaentierra había tres muchachos muy fatigados con ocho fusiles, pues cinco pertenecían a otros tantos jóvenes que se habían separado poco antes para tratar de ponerse bajo la protección del obispo de Santiago de Cuba, monseñor Pérez Serantes.

El teniente manda a tomarles las generales y el primero dice llamarse Francisco González Calderín. Los otros dos se identifican como José Suárez y Oscar Alcalde. Algunos soldados están muy excitados y uno hace ademán para disparar, y entonces el teniente los llama a la calma y dice por primera vez su célebre frase que luego repetiría varias veces: “¡No disparen, las ideas no se matan!”, sosegando los ánimos.

Salen luego en columna rumbo a la carretera en busca de los otros miembros del grupo y, ya avanzados unos 4 kilómetros, cerca de la vía asfaltada, se escuchan unos disparos y Sarría ordena a sus prisioneros echarse a tierra con el fin de protegerlos.

Pero el que dice llamarse Francisco sospechando que quieren masacrarlos en el suelo, se niega rotundamente y le dice que si les van a disparar que los maten allí mismo, puestos de pie. Sarría le responde tajante: “¿Quién habla aquí de matar?”, y algo molesto re ordena: “¡Tenderse, están todos bajo mis órdenes ahora!”. Entonces aquel joven se tiende a su lado y le confiesa: “¡Yo soy Fidel Castro!”. El aludido mira en torno suyo y le pide con insistencia que no lo dijera a nadie más.

A poco, los soldados capturan cerca de allí a los cinco que intentaban ponerse bajo la protección del obispo de Santiago, entre ellos Juan Almeida y Armando Mestre. Finalmente la pequeña tropa y sus cautivos abordan un camión del campesino Manuel Leisán, y Sarría tiene la precaución de hacer montar a Fidel entre él y el chofer. Antes de partir, le pregunta a sus hombres: “¿Con qué me prometen ustedes, o qué garantía tengo de que en el camino no dejarán quitárselos?”. Todos le respondieron: “¡Con la vida, teniente!”.

Unos kilómetros más adelante, ya cerca de La Redonda, más próximos a Santiago, se encuentran con una patrulla de 22 hombres al mando del sanguinario comandante Pérez Chaumont, y junto a ellos el capitán Tandrón, jefe directo del teniente. Chaumont interpela a Sarría y le exige la entrega inmediata de los prisioneros para llevarlos al Moncada.

El asesino reconoce a Fidel, sentado en la cabina, y eso dispara sus canallescos instintos, se entabla una aguda disputa en presencia de los soldados, el comandante lanza amenazas y ofensas y Sarría rebate con firmeza y se niega de plano a cederles aquellos ocho jóvenes cuyo destino inmediato sería la muerte.

Finalmente, el segundo teniente Pedro Sarría se impone a la rabia desmandada del comandante quien emprende delante la marcha hacia Santiago, mientras él prosigue hacia el Vivac con aquellos jóvenes que protege a costa de echar por la borda su carrera militar y, quizá, hasta arriesgar la vida.

BAJO EL PRISMA DEL TIEMPO

El análisis de aquellos impactantes acontecimientos de hace 60 años y lo que sucedió después permiten dar una respuesta adecuada a la pregunta que le formuló lleno de ira el coronel Chaviano al teniente Sarría en el recinto santiaguero, pues con su gesto humano y digno aquel simple oficial había salvado a Cuba y el futuro de todo un pueblo, ya que, como la vida enseña, sin un programa y un líder ninguna revolución será viable.

Nota: Trabajo inspirado en el libro Mi prisionero Fidel, de Lázaro Barredo.

Pastor Guzmán

Texto de Pastor Guzmán
Fundador del periódico Escambray. Máster en Estudios Sociales. Especializado en temas históricos e internacionales.

Comentario

  1. Leandro Rojas Ramírez

    Los hombres revolucionarios tienen como escudo digno coraje como eterno honor a la libertad de su patria.

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