Cuando el aula llama

Aunque el calendario le señaló la jubilación, la pedagoga Norma Castro González se resiste a alejarse de lo que siempre ha sido una especie de máxima en su vida: enseñar hasta la última hora Parece una abuela de un cuento infantil: pequeña, regordeta, con un azul en los ojos que

Aunque el calendario le señaló la jubilación, la pedagoga Norma Castro González se resiste a alejarse de lo que siempre ha sido una especie de máxima en su vida: enseñar hasta la última hora

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Parece una abuela de un cuento infantil: pequeña, regordeta, con un azul en los ojos que inspira a confiarle los secretos más terribles y sus manos parecen aliviar penas.

Mas, esta mujer no permanece sentada al calor de la estufa para contar historias mientras teje una cobija, sino que ha dedicado más de medio siglo al magisterio, y después de jubilada permanece en el aula, tal vez porque resulta imposible desprenderse de las vocaciones.

“Desde niña juagaba a ‘la escuelita’, como se decía antes —recuerda Norma Castro González—. Más tarde ingresé en la Escuela Normal para Maestros, en Santa Clara, en la antigua provincia Las Villas, hasta el tercer año, cuando me convertí en brigadista de la Campaña de Alfabetización. Como soy asmática, me enviaron a los Hornos de Cal. Tenía cuatro alumnos e iba todos los mediodías a enseñarlos a leer y a escribir. Ahí me convencí de que yo había nacido para ser maestra”.

Por eso todavía recuerda aquel primero de enero de 1961, cuando llegó a un aula una vez graduada, como una de las jornadas más felices de su vida. “Empecé en la escuela Delicias de Bellamota, entre Perea y Florencia, de la actual provincia de Ciego Ávila. Aquel tiempo era el de los alzados en las lomas. Yo vivía con una familia cerca de la escuela y por la noche daba clases en la Facultad Obrero Campesina. El dueño me llevaba, me esperaba y me traía de regreso por temor a que los bandidos me sorprendieran”.

Luego, otros centros reclamaban la presencia de Norma, bendecida con el don de hacer florecer instituciones educacionales. Así, recorrió La Rinconada, en Sancti Spíritus, hasta que los sentimientos la llevaron a La Habana, donde empezó a descollar gracias a sus resultados, al punto de participar en la confección de los entonces nuevos planes de estudio de Matemática y convertirse en formadora de futuros educadores.

Pero las raíces la llamaron a su natal villa del Espíritu Santo, primero como maestra en “Víctimas de la Coubre”; después, como inspectora del sector rural, acaso una especie de viaje al punto inicial de su trabajo.

“En esas funciones me mantuve hasta que me designaron metodóloga de primer grado y capacité a los profesores para el empleo del Método Fónico-Analítico-Sintético, de procedencia alemana, que comenzaba a implantarse en Cuba. Más tarde, me propusieron supervisar la Enseñanza Especial, estudié Defectología y trabajé más de 27 años atendiendo este tipo de enseñanza”.

¿Cómo una maestra puede dirigir maestros?

“Se asume como si fueras una guía para otros compañeros de trabajo, no como un cargo de superioridad. Si de algo me siento orgullosa es de tener maestros que me quieren mucho”.

Los años afianzaron su nostalgia por estar frente a los alumnos. Por eso hacia el 2000 recaló a la escuela especial Miguel Ángel Echemendía como psicopedagoga. Dando consejos, la jubilación la sorprendió.

Norma, sin embargo, se niega a despedirse del aula. Apenas amanece, se acicala para ir al encuentro de Alejandro Ramos Navarro, adolescente de 12 años con baja visión y retraso mental, a quien prepara para la escuela de oficios. “Le doy todas las clases de séptimo grado hasta el mediodía. Por la tarde, va al taller para recibir Educación Laboral. En ese horario aprovecho para desempeñar mis funciones como activista de control interno del centro y responsable de la ANIR”.

Entonces llega la pregunta de cómo una señora de más de siete décadas mantiene la vitalidad. “No hay ningún misterio: basta con tener el deseo de sentirse útil todavía. Cuando el aula llama, no te puedes resistir. Cada día los muchachos me abrazan, me aprietan, como si yo fuera su abuela. Eso hace que se me olvide la artritis y los dolores de cervical”, confiesa.

En la tarde se le ve en la bodega, preparando la comida, conversando en la cuadra. Entonces, es Norma la vecina del espirituano barrio de Colón, la amiga, la señora que vive con su hijo. Al día siguiente, con el primer despunte del alba, toma sus planes de clases y vuelve a convertirse en la abuela deslumbrada por el magisterio que siembra semillas para la posteridad.

Carlos Luis Sotolongo Puig

Texto de Carlos Luis Sotolongo Puig
Autor del blog Isla nuestra de cada día. Especializado en temas de patrimonio cultural.

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