Memorias de ciudad

La tercera villa de Cuba preserva, además de las edificaciones que le han dado renombre internacional, el rico legado de su patrimonio intangible. Nadie conoce el lugar exacto desde donde emana el deslumbramiento de Trinidad. Para algunos es resultado de una suerte de pacto enigmático entre el monte y el

Obras de arte emanadas de la urdimbre trinitaria fueron exhibidas en acontecimientos sociales.La tercera villa de Cuba preserva, además de las edificaciones que le han dado renombre internacional, el rico legado de su patrimonio intangible.

Nadie conoce el lugar exacto desde donde emana el deslumbramiento de Trinidad. Para algunos es resultado de una suerte de pacto enigmático entre el monte y el mar; para otros se debe a la armonía entre el presente y las almas del pasado que deambulan por doquier; muchos lo definen como un misterio y, por tanto, no es prudente resolverlo para que siga cautivando.

Trinidad, la Ciudad Museo del Caribe, la villa detenida en el tiempo, de palacetes e ingenios, signada por la opulencia, la desolación y el renacimiento… pareciera que todo está escrito. La ciudad misma, sin embargo, se resiste al estanco y a sus 500 años guarda historias para compartir, agazapadas en su acervo inmaterial, ese que aparejado al patrimonio tangible mantiene incólume la fascinación.

Cuentan que el terruño fue pródigo en el arte de la repostería, al punto de que ciertas familias mantenían en secreto las recetas y las legaban a las generaciones venideras como una especie de sello familiar. En el intercambio de dulces destacan los alfeñiques de la señora María Cantero, experta en preparar este platillo, los dulces y suspiros de yuca, las yemas dobles, los pasteles de masa real repartidos en las fiestas navideñas y la piña de almendras, un alimento que más tarde dio nombre a un punto de randa.

Los postres fabricados en las cocinas y los montes trinitarios alcanzaron tal notoriedad que un dulce de guayaba elaborado en Río de Ay terminó en el Palacio de las Tullerías, residencia de los monarcas franceses.

Sucedió hacia 1838, cuando el príncipe Joinville, hijo de Luis Felipe I de Francia, duque de Orleáns, estuvo de visita en Trinidad y recibió como regalo para su padre la pasta de guayaba elaborada por Apolinaria, quien, junto a su esposo Lino Borroto, resguardó el dulce en unas cajas elaboradas con la madera de Pitajones y en cuyas cubiertas grabaron el escudo francés. El imaginario recoge que toda la corte sucumbió ante el sabor de aquella delicia.

A los aromas de natillas y caramelo derretido se suman los versos de las cuartetas trinitarias, una especie de composiciones nacidas a vuelo de pájaro, de autoría anónima, que bien podían alabar determinado sitio, persona o erigirse como sátira popular. Una de las más famosas es la referida al Licenciado Maccort, boticario de carácter poco feliz: En su casa el caracol/ trabaja y se mortifica./ Y así vive en su botica/ el Licenciado Maccort.

Detrás de las ventanas, en las saletas, solas o acompañadas por familiares o amigas, muchas mujeres dieron vida a vestidos, mantillas, blusas y otras prendas a petición de las primeras damas de la República, quienes exhibían en acontecimientos sociales las obras de arte emanadas de la urdimbre trinitaria.

En medio de ese proceso de creación podía, tal vez, verse a un hombre con una jaula fabricada con varillas de río en la mano y, dentro de ella, escuchar el canto de un tomeguín, un sinsonte o un negrito. A nuestros días llega esta costumbre. Las aves continúan cantándole a la ciudad.

La procedencia de estas y otras estampas yace traspapelada en los enrevesados recovecos del tiempo. Por eso una trinitaria raigal refiere: “A este pueblo todo llegó por vía marítima, con destinatario, pero sin remitente”.

Aquí confluyen las procesiones de Viernes Santo con los toques del tambor en el Cabildo de San Antonio; las composiciones de Catalina Berroa con los cantos yorubas y las tonadas trinitarias; las tradiciones de alfarería con las musas de los poetas. Esta es la tierra donde, como expresara Manolo Béquer en 1946, “cada rincón tiene una historia y cada historia un sinnúmero de evocaciones que invitan al ensueño y nos hacen trasladarnos a remotas épocas. Ninguna ciudad de Cuba ofrece al visitante tanto irresistible encanto y tanto recuerdo evocador”.

El autor es estudiante de Periodismo en la Universidad Central de Las Villas

Carlos Luis Sotolongo Puig

Texto de Carlos Luis Sotolongo Puig
Autor del blog Isla nuestra de cada día. Especializado en temas de patrimonio cultural.

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