—¿Quién es el último?, pregunté ingenuamente desde la acera de enfrente a la tienda La Época, el pasado viernes alrededor de las 10 de la mañana en una cola para comprar huevos que a esa hora parecía organizada y razonable.
Un señor mayor respondió al momento y me explicó que iba detrás de aquella anciana, quien a su vez dijo que la precedía esa mujer alta y elegante, “la de una blusa verde con pantalón negro”. No podría imaginar entonces lo que vendría después: más de tres horas y media de batallar en una especie de coliseo romano, entre empellones y atropellos que no solo mellaron el cuerpo, sino también el espíritu de quienes allí concurríamos.
La venta de cartones de huevos a 5.25 dólares en esta unidad comercial para nada puede considerarse un regalo, pero resulta entre 1 200 y 1 300 pesos más económica que la oferta particular con sus precios actuales, incluso si —como muchas personas— los clientes compran los USD en el mercado negro al cambio actual: alrededor de 385 pesos por cada dólar americano.
Además, esta opción resulta más segura porque con las altas temperaturas del verano no pocos compradores hemos sido timados al adquirir cartones con la mayoría de las posturas descompuestas.
Pero volvamos al asunto de la cola, donde el tiempo pasaba y poco a poco la realidad se imponía: clanes de revendedores compraban una, dos, tres, cuatro o más veces porque habían marcado varios turnos, se colaban los unos a los otros, montaban estratagemas, disimulaban, bloqueaban la puerta para solo dejar entrar a sus aliados, desafiaban a gritos y con obscenidades para salirse con la suya.
Salirse con la suya que se traduce en que se llevaron la mayor cantidad de cartones posibles para sacar su tajada. Y no solo se trataba esta vez de los habituales coleros que se distinguen a primer ojo. No, allí acudieron también varias veces los trabajadores y hasta algunos dueños de negocios que comercializan este producto, a quienes al parecer sus habituales ganancias nunca les resultan suficientes.
Salta a la vista que la causa de esta triste realidad no se encuentra sobre las espaldas de unos cuantos pillos, sino en la situación económica del país, el déficit productivo-financiero que ha convertido la escasez de todo o casi todo en pasto para el mercado informal con precios de ciencia ficción.
Cuando la espera pasaba de castaño oscuro, esta reportera pidió permiso y entró a hablar con la gerente de La Época, quien le argumentó que ellos tenían solo la responsabilidad de custodiar los bienes de la tienda y el dinero duro de sus cajas, pero no podían organizar la cola, que eso era asunto de los clientes puertas afuera de su unidad.
Entonces le sugerí que pidiera apoyo policial porque aquello ya se trataba más de un desorden público que del cotidiano intento de los consumidores de adquirir un producto alimenticio de primera necesidad en un país con una aguda escasez de provisiones para llevar a la mesa.
Ni corta ni perezosa me ripostó que en otras ocasiones había llamado a las fuerzas del orden y no habían acudido. Además, que se había comunicado con el área de Seguridad de la Cadena Tiendas Caribe y le habían reiterado su prioridad: cuidar los productos y los dólares recaudados.
El reloj caminaba, pero el nudo gordiano de la puerta no cedía y cuando algún ciudadano de bien intentaba reclamar sus derechos recibía groserías y provocaciones de varios revendedores, quienes actuaban orgullosos, sin disimulo.
Si el desorden se acrecentaba, la gerente volvía a asomarse, paralizaba unos minutos la venta y pedía organización, por favor. Al parecer, ofendida por las quejas recibidas, alguna vez incluso utilizó un método bien cuestionable: cuando uno de los más sobresalientes coleros se aprestaba a entrar por enésima vez, ella se asomó, lo detuvo y preguntó si se lo íbamos a permitir. Ante el sorprendido silencio por lo que parecía una instigación a la violencia, hizo un gesto elocuente —algo así como “si ustedes no lo resuelven, yo menos”—, y lo dejó pasar.
Cuando por fin, después de soportar una avalancha de empujones que me dejaron algunos discretos hematomas en el cuerpo, logré traspasar el umbral para comprar el último cartón —ni siquiera quedaban los dos regulados para la compra—, tropecé con algunos allegados de la tienda que se las arreglaron para entrar y esperaban disimuladamente por allí, quizás para recoger lo suyo, que permanecía seguro y bien guardado a la sombra de algún anaquel.
Definitivamente, los huevos se terminaron sobre la una y treinta de la tarde y, para usar su propio argot, lo cierto es que los coleros metieron el pie y se salieron con la suya. Las personas de bien se quedaron solas, indefensas y asustadas.
Casualmente, por estos días he vuelto a pasar por aquella especie de escenario dantesco y he visto a los revendedores merodeando por el lugar, como aves carroñeras a la espera de su nueva presa.
Ya en el epílogo de aquel viernes aciago, ante los ojos de todos, una niña también acorralada en el tumulto de agresividad y de miedos rompió en llanto, decenas de familias decepcionadas se marcharon con las manos vacías y muchas preguntas sin la más mínima respuesta quedaron rondando en una mezcla de impotencia y vergüenza.
¿Resulta lógico que una institución pública como Tienda La Época permita de brazos cruzados semejante arbitrariedad ante sus narices?, ¿no existe en las normas de funcionamiento o en la ética de Tiendas Caribe forma de controlar el desbarajuste?, ¿acaso las autoridades pertinentes no consideran desorden público este escenario y solo acuden cuando los clientes se van a las manos en una bronca o rajan los cristales de algún comercio?, ¿en la cola de los huevos de La Época ocurrirá, como en la conocida canción de Buena Fe, que “la maldita culpa no la tiene nadie”?
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