Aleluya, el curandero que hipnotizó a Trinidad

Su historia revela no solo las andanzas de un charlatán, sino también la vulnerabilidad de una época marcada por la pobreza, la superstición y la búsqueda de esperanza

Aquel parquecito donde se reunieron muchos trinitarios a ver milagros sigue en pie, testigo silencioso de un pasado donde la fe y el engaño se dieron la mano.

En la quietud de la noche trinitaria, a finales de los años 40, cientos de personas se congregaban en el Parquecito de Martí, frente a la Iglesia Mayor. Entre murmullos y miradas expectantes, un hombre vestido con una túnica blanca subía a una tarima improvisada. Su voz, grave y persuasiva, prometía curaciones milagrosas. Solo pedía fe, concentración y un grito colectivo: “¡Aleluya!”.

Así comenzaba el espectáculo —o el engaño— de quien el pueblo bautizó precisamente como Aleluya, un curandero que llegó a Trinidad sin saber de dónde venía, pero dejando una huella imborrable en la memoria de sus habitantes. Su historia, recuperada por el exhistoriador de la ciudad, Manuel Lagunilla Martínez en el programa radial Puertas a mi ciudad, revela no solo la astucia de un charlatán, sino también la vulnerabilidad de una época marcada por la pobreza, la superstición y la búsqueda de esperanza.

Utilizaba técnicas simples pero efectivas: invitaba a los enfermos a colocar las manos sobre la zona afectada, cerrar los ojos y repetir sus plegarias y oraciones. Tras cada frase, la multitud gritaba “¡Aleluya!” y él respondía: “¡Gloria a Dios!”. La escena, cargada de emotividad, generaba un contagio colectivo.

Entre el público estaban Lico, un ciego muy querido, y que, con lágrimas en los ojos, murmuró: “Pronto volveré a ver los colores del día”; y un anciano sordo, que esperaba recuperarse para que sus hijos ya no tuvieran que gritarle. Ambos creyeron en la promesa de sanación.

La desilusión fue brutal. Lico bajó del parque con la ceguera intacta y con la ayuda de un amigo. El anciano sordo, al darse cuenta de que seguía igual, estalló en ira: “¡Qué Aleluya ni un demonio! ¡Sigo tan sordo como un cañón!”. Su grito desnudó la farsa que había creado aquel hombre.

El viejo salió disparado como un volador tras los pasos de Lico, el ciego, gritando a todo pecho barbaridades que se clavaban en la cara del charlatán, que empezó a tambalearse. Comenzaron a escucharse carcajadas de burlas y trompetillas.

Cuando todo parecía derrumbarse, un joven de complexión fuerte subió a la tarima. Con voz emocionada, declaró que una hernia que lo aquejaba había desaparecido. “¡Tuve fe y puse una mano sobre el lugar que más me dolía y me siento totalmente curado!”. El público ovacionó, el curandero recuperó el aura, y la noche se salvó.

Años después, ese mismo joven confesó a Lagunilla la verdad: “¡Eso no fue un milagro ni mucho menos! Yo no padecía de nada, pero estaba pasando una canina tremenda. Me puse de acuerdo con Aleluya y esa noche comí caliente. Me sobró dinero de los diez pesos que me dio, y así aseguré la jama por unos días”. Y de esta manera, quedó totalmente desnudada la mentira.

LA OTRA CARA DEL MILAGRO

El caso de Aleluya es más que una anécdota local. Es un reflejo de una sociedad donde la escasez y la falta de acceso a la salud convertían la fe en un bien negociable. Los charlatanes no solo vendían milagros; vendían alivio momentáneo, espectáculo y, sobre todo, esperanza.

En aquella Cuba republicana, figuras como Aleluya no eran una rareza. Existían otros personajes que se aprovechaban de la credulidad popular, como La Estigmatizada de Güines, quien, cargando una cruz en uno de sus hombros, salió desde La Habana por la Carretera Central rumbo al Cobre, haciéndoles creer a los ignorantes que brotaba la sangre de Cristo de su cuerpo.

Otro personaje popular en la época fue Clavelito, el guajiro avispado que desde la radio convencía a sus oyentes de curar enfermedades con un vaso de agua y fe, llegando a ser incluso, representante a la Cámara por amplia mayoría, para evidenciar cómo el engaño puede traspasar los límites de lo folclórico y entrar en la esfera pública.

Hoy, en la Trinidad patrimonial, aquel parquecito donde se reunieron muchos trinitarios a ver milagros sigue en pie, testigo silencioso de un pasado donde la fe y el engaño se dieron la mano, y donde un grito de “¡Aleluya!” podía, por un instante, hacer creer en lo imposible.

Manuel Lagunilla González

Texto de Manuel Lagunilla González

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