Aquellos espejuelos que Fidel le pidió prestados se convirtieron después en una reliquia; a partir de entonces, para la licenciada en Enfermería Mirtha Aurora Arteaga Saucedo no había pieza, ni siquiera en el parisino Museo del Louvre, que tuviera más valor.
Sucedió en la noche del 9 de octubre de 2005 en la sede del Consejo de Estado, cuando el líder histórico de la Revolución cubana Fidel Castro despedía a los integrantes del Contingente Internacional de Médicos Especializados en Situaciones de Desastres y Graves Epidemias Henry Reeve que partirían hacia Paquistán para atender a las víctimas de la emergencia provocada por un devastador terremoto de 7.6 grados en la escala de Richter.
“Estaba todo el grupo conversando con él, ahí de cerquita, y de repente, me pone la mano en el hombro”, relata Mirtha.
—¿De dónde es usted?, indaga Fidel.
—Yo, de Sancti Spíritus, de La Sierpe.
—¿Quién es el primer secretario del Partido allí?
—¡Ah!, Comandante, le dicen Papú; pero yo no sé el nombre exacto. “Fidel sonrió, y en gesto campechano, me preguntó: ‘¿Qué graduación de espejuelos usas tú?’. Menos 3, Comandante; entonces me pide los espejuelos y se los pone para comprobar si veía con ellos”.

En solo instantes, el hombre inmenso devuelve los espejuelos de armaduras plásticas negras y coloca nuevamente sus manos sobre el hombro de la muchacha, quien intenta esconder la emoción. Y cuando no parece haber más interrogantes, afloran otras, las del Fidel con los oídos en la piel del pueblo.
—Con las intensas lluvias que hubo por allá, ¿qué hicieron con las personas que fueron afectadas por el agua de la presa Zaza?
—Les dieron casas en un reparto nuevo que hicieron en Aguachile.
Y venga acá, seño, ¿cuántos metros cúbicos de agua tiene la Zaza?
—¡Uffff!
Cuando cesan las preguntas el alma le viene al cuerpo a Mirtha; cruza las manos y mira a Fidel, se sumerge en aquellos ojos profundos y en sus palabras. En aquel recinto, solo se escuchaba la voz pausada del líder quien explicaba lo difícil que sería aquella misión en Paquistán; en lugares en ruinas, con intenso frío, carreteras semidestruidas, deslaves; y, sobre todo, con habitantes con una historia y una cultura milenarias, a las que celosamente había que respetar.
“Nos aconsejaba que nos cuidáramos, que nuestro hablar fuera coherente, siempre esclarecedor de por qué estábamos ahí. Que nuestras actitudes fueran de respeto a la idiosincrasia de ese pueblo”.
La costumbre de hacer largas las horas de intercambio con cada grupo de profesionales que despedía para alguna misión médica no cambió esta vez, casi hubo que recordarle a Fidel la hora de partida del avión. Fue entonces que aquellas manos suaves, de caballero, estrecharon una por una las de los brigadistas.
“Él se tiró una foto con todo el mundo, y de ahí nos fuimos para el avión”.

LUCES EN MEDIO DEL INFIERNO DE ABBOTTABAD
Abbottabad, región del norte de Paquistán, parece haber sido tragada por los escombros. El terremoto taló sus casas, segó cientos de vidas y miles quedaron mutiladas. En medio de tamaña tragedia, llegaron los médicos, enfermeras, fisiatras, farmacéuticos y electromédicos cubanos.
En improvisadas carpas armaron el hospital de campaña. Las operaciones se realizaban en largas jornadas; cirujanos y ortopédicos atendían a los heridos graves evacuados.
“Yo trabajaba en la sala de hospitalización; con nosotros había un médico integrante del equipo del doctor Rodrigo Álvarez Cambras, había un alto nivel profesional en el grupo. Con el tiempo, allí mismo, hacíamos ultrasonidos, consultas; todo lo que fuera necesario, y por respeto a las costumbres, nos dividíamos en áreas para hombres y para mujeres.
“Íbamos a los campamentos más lejanos y llevábamos medicamentos; y los fisioterapeutas eran muy bien recibidos porque la mayoría de las personas venían con problemas motores. Aquello causó un impacto tremendo y llegaban a nosotros hasta las personas adineradas. Ese servicio costaba mucho”.
Abriendo caminos en medio de la nieve espesa, con mochilas sobre los hombros, la brigada médica llegaba a lugares distantes, donde aguardaban pacientes con lesiones todavía sin tratar.
“En todas partes que llegábamos el agradecimiento era inmenso, nos adoraban. Cuando ellos nos veían, venían hacia nosotros a conversar. Yo compré un mapamundi y les señalaba: aquí está Cuba. Entonces sonreían como si supiesen ya de dónde veníamos.
“Cuando dijimos que nos íbamos, empezaron a llorar, porque el cubano es muy comunicador y muy generoso. Ellos no estaban acostumbrados a sentir ese calor humano.
“Siempre recuerdo ese día porque cumplimos con lo que Fidel nos encomendó: salvar cuantas vidas pudiéramos. Los representantes de todos los países que fueron a ayudar a Paquistán, cuando llegó el invierno, se fueron, solo nos quedamos los cubanos”.
VENEZUELA, OTRA EPOPEYA
Venezuela, 2013. En los cerros de la parroquia Caricuao, Distrito Capital de Caracas, las casas cuelgan de las montañas; por escaleras empinadas abiertas a pico y pala, sube la enfermera Mirtha, quien nunca en su vida caminó, loma arriba, tantos kilómetros.
“Aunque trabajaba en la Sala de Terapia Intensiva del Centro de Diagnóstico Integral (CDI) que estaba en la parte baja de Caricuao, íbamos por la montaña haciendo terreno, pesquisas; dejábamos medicamentos, espejuelos porque se hacían refracciones y hasta análisis de laboratorio clínico. Allí vivían personas muy pobres que generalmente no tenían dinero para pagar los servicios de una clínica privada.
“A la sala de terapia del CDI venían pacientes graves que gratuitamente atendíamos y, si era necesario administrar antibióticos, buscábamos los mejores y los salvábamos. Al final, el agradecimiento era muy grande”.
Con anterioridad, en 2006, en el estado de Anzoátegui, la también profesora de generaciones de espirituanos impartió clases de Enfermería a los estudiantes venezolanos de esa carrera; además de trabajar en un consultorio del médico de la familia de la misión Barrio Adentro Salud.
“A los estudiantes les enseñamos a suturar, a trabajar con casos de urgencia. Disfrutaba enseñarles todo el conocimiento que traía desde Cuba y el que adquirí también en misiones anteriores”.
TODOS LOS CAMINOS CONDUJERON A LA SIERPE
En pueblo nuevo, Natividad, nació la joven que llegó a convertirse en la primera enfermera intensivista de Sancti Spíritus, en su caso, formada en el Hospital Calixto García, de La Habana, y que, a la postre, integraría el equipo de profesionales fundadores de los servicios de Terapia Intensiva del Hospital General Provincial Camilo Cienfuegos.
Cuando en 1983 llegó al Policlínico de La Sierpe, junto a otros colegas Mirtha dio estatura a la formación de Enfermería en el municipio y a la conformación de la sala de hospitalización de Medicina. Más de 40 años de ejercicio hacen de esta mujer un referente en la profesión.
“Aquí en La Sierpe me casé y me quedé hasta los días de hoy. Tengo 70 años y míreme, de supervisora del policlínico, enseñando, revisando, velando por que se cumplan los procederes de Enfermería, y no dejo de insistirles a los estudiantes que esta labor es de vocación y hay que tratar a los pacientes como quisiéramos que nos trataran algún día cuando necesitemos la mano de una enfermera.
“Hago de todo: resucito, inyecto, voy a las casas a cambiar una sonda; y siempre ando con mi uniforme y mi cofia blanca, porque ese es el distintivo de la enfermera, eso es respeto a la profesión.
—Por cierto, Mirtha, ¿qué se hicieron los espejuelos que Fidel le pidió prestados?
—Los usé durante las misiones en Paquistán y en Venezuela, ya estando aquí se me rompió la armadura y no tuvo arreglo; pero los conservo en una gaveta bajo llave.
—¿Bajo siete llaves?
—Así mismo, bajo siete llaves. Esos espejuelos son una reliquia para mí.
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