¿Tiene idea usted, amigo o amiga lectora, de cuántas cubanas pudieran ocupar modesto pero merecidísimo espacio en este diario, hoy 15 de octubre, día que el mundo ha dedicado a la mujer rural?
No se equivoca si responde o imagina que miles y miles.
Historias (de amor a la campiña, a las arduas labores que demanda, a la familia, a las plantas, a los animales, a los arroyos…) puede haber tantas como la sensibilidad y la vista humana nos permitan apreciar.
Como el limitado espacio obliga a ser –no sé si justa o injustamente– selectivo, opto por la imaginaria alternativa de trasladarnos hasta las inmediaciones de Guayos, poblado ubicado a unos 11 kilómetros de Sancti Spíritus, donde vive una mujer a quien es difícil que algún espirituano medianamente informado no conozca.
Juana María Blanco Santos me dijo aquella mañana, cuando, sin previo aviso, llegamos a una finca que no puede tener nombre más acertado: La victoria, ni jefa más adorada: ella misma.
Recuerdo que, sin dejar de escoger el criollo arroz que había sobre una mesa, soltó riendas al diálogo con la naturalidad de la campesina que abre puertas de par en par al visitante.
El suspiro que exhaló nada tuvo que ver con los granos machos, las pequeñas semillas u otras partículas que sus dedos de reina separaban con el virtuosismo de una pianista sobre el teclado. Ya no estaba sentada sobre un taburete, sino repisando, muy niña, los pasos de su adorado padre: el hombre por quien nunca ha dejado de querer la tierra.
«Tiempos muy duros –afirmó–: a los 11 años no sabía qué cosa era un pupitre escolar».
Los porqués son bien conocidos por quienes nacieron antes de 1959 o han leído al respecto. No hace falta decir en qué adultas labores transcurrieron infancia y adolescencia, o dónde tuvo que plantarse Juana, como un roble, con tres niños, para alimentarlos con su honrado sudor, cuando aquella familia acomodada le pagó (vaya inmerecida burla) con un puñado de flores la brutal faena, a puño enrojecido, con una montaña de ropa sucia.
COMO PALOMA RABICHE
Inteligencia, tesón, capacidad, ternura, energía y corazón le sobraron siempre a Juana, después, como para arrancar de cuajo sus propias raíces del campo y plantarse, como orquídea o mariposa, donde se le antojase, en la ciudad.
Un ave, sin embargo, no se autoencierra. Tal vez por eso muchos años después, la agroindustria azucarera la sorprendió con la entrega de una casa nueva, especialmente para ella.
No sabía si llorar de alegría o si saltar como la niña que nunca dejó de ser.
«Mi vida es el campo. Con estas manos no solo he cocinado, lavado, planchado, cosido o bordado… también he hecho de todo lo que puede hacer una mujer rural: sembrar caña, viandas, frutas, hortalizas; limpiar cultivos a machete o azadón, chapear potreros, trabajar con bueyes, criar aves, cerdos, chivos, carneros, vacas… En fin, de todo menos una cosa: encerrar pajaritos en una jaula».
Tal vez por eso (y hablo no solo de labores, expresión de lo material, sino de sentimientos) en una de esas conversaciones que el ser humano no olvida ni perdiendo completamente la memoria, Fidel le dijo que si en la última etapa de su vida tampoco quería irse del campo pidiera una silla y permaneciera todo el día allí, sentada bajo los árboles.
Sabía Fidel que, aunque dialogaba con una mujer extraordinariamente sencilla, tenía delante, a la vez, a una Heroína del Trabajo de la República de Cuba… la misma que al recibir de sus manos la altísima condición le había dicho con campesina naturalidad: «No Comandante, el verdadero héroe aquí es usted, por todo lo que ha hecho y sigue haciendo por nosotros los cubanos».
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.