El olor a hierro, combustible y aceites ha sido la esencia de su vida. Silvio Dones Alarcón, maquinista de Sancti Spíritus, lleva escuchando de cerca el traqueteo de los trenes desde su infancia. «Vivía cerquita de las vías. Mis primos eran conductores, auxiliares… tarde o temprano ese interés también me iba a envolver a mí», recuerda.
Su historia ferroviaria comenzó en las aulas de formación, escalando peldaños con tenacidad: primero como controlador, luego auxiliar de maquinista, hasta obtener la licencia operativa que lo acreditó como conductor profesional. «Si no sientes pasión, no aguantas el tiempo que yo llevo aquí», afirma. Treinta años de viajes cargados de azúcar, miel, alcohol, tabaco y, sobre todo, de lo más importante, la gente.
Para Silvio, los trenes son compañeros de batalla. Conoce sus gemidos, sus fortalezas, sus años de servicio. «Esta locomotora rusa que manejo tiene fecha de 1985. ¡Cuarenta años! Y sigue rodando…”, dice, acariciando casi con nostalgia la chapa que tiene grabado el lugar y año de fabricación de aquel gigante de hierro. Reconoce que dominar estas bestias mecánicas exige «una destreza mayor», especialmente cuando se trata de equipos extranjeros trabajando en las rudas realidades cubanas.
Pero no todo es romanticismo. La compleja situación económica ha puesto a prueba su oficio: «Faltan combustibles, aceites, piezas… pero hacemos milagros. Hay que cumplir con nuestro viaje … y el viajero merece sentirse bien». Entre averías y desabastecimiento, Silvio y sus colegas forjan soluciones con ingenio, manteniendo viva y segura una red que palpita a pesar de todo.
En ese empeño, lo más difícil, confiesa, «es la preparación constante. Un error puede costar vidas». Por eso, sus jornadas a menudo se extienden más allá del turno: estudia, revisa manuales, intercambia experiencias con otros maquinistas.
En sus días libres, desde la ventana de su casa, sigue oyendo el silbato de los convoyes que pasan. «Es como un imán. Aunque esté descansando, mi mente está ahí».
El ferrocarril le ha quitado horas con su familia, pero también le ha dado historias que atesora. «Las anécdotas positivas son muchas. Si no, no estaría aquí». Recuerda viajes donde un gesto mínimo —un café compartido con un viajero, una palabra de aliento, un chiste— cambió el ánimo de todo el vagón. «El espejo de este trabajo es la tripulación. Somos los que hablan con la población, los que hacemos que el servicio funcione».
Si tuviera el poder de mejorar algo, Silvio no duda: «Motivación humana. No se trata de cosas materiales, sino de que la gente, los tripulantes, sientan que su esfuerzo vale». Cree firmemente que el reconocimiento de las autoridades ferroviarias, por pequeño que sea, impulsa la excelencia, y es algo que falta bastante. «Cuando pones interés y amor, aunque no haya recursos, las cosas salen».
Fuera de las vías, antes de poner sus manos por primera vez en los controles de una locomotora, Silvio fue un deportista apasionado —»Llegué a nacional en judo»—, pero por obstáculos de la vida se alejó de las competencias. «Me retiré con mi cinta negra y me entregué al ferrocarril». Hoy, entre viaje y viaje, aún se le escapa algún comentario sobre aquella época, aunque sin resentimiento. Su vida, después de todo, encontró su eje en otro tipo de lucha: la de las ruedas sobre los rieles, llevando historias, mercancías y sueños de un lugar a otro.
(Tomado del perfil de Facebook del Ministro del Transporte de Cuba)
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