Cartas de amor a Stalin: una caricia siniestra

Las compañías El Túnel y Argos Teatro acaban de estrenar en coproducción Cartas de amor a Stalin, un texto del filósofo y dramaturgo español Juan Mayorga, con puesta en escena de Abel González Melo   Mientras el huracán Irma exhalaba sus amenazas sobre toda la isla, sobrevenía en la capital

Las compañías El Túnel y Argos Teatro acaban de estrenar en coproducción Cartas de amor a Stalin, un texto del filósofo y dramaturgo español Juan Mayorga, con puesta en escena de Abel González Melo

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El elenco, integrado por Liliana Lam, Alberto Corona y Pancho García, resulta un pulso firme para la escritura de estas cartas de amor. (Foto: Sonia Almaguer)

 

Mientras el huracán Irma exhalaba sus amenazas sobre toda la isla, sobrevenía en la capital otro fenómeno de grandes riesgos, acaso más caros a nuestra experiencia como seres humanos. Las compañías El Túnel y Argos Teatro —dirigidas respectivamente por Pancho García y Carlos Celdrán, ambos merecedores del Premio Nacional de Teatro— acaban de estrenar en coproducción Cartas de amor a Stalin, un texto del filósofo y dramaturgo español Juan Mayorga, con puesta en escena de Abel González Melo. Esta obra, ganadora de los importantes premios Born y Caja de España en 1998, ha sido traducida a más de 15 idiomas y cuenta con más de 20 producciones en todo el mundo.

La sala de Ayestarán y 20 de Mayo, sede de Argos, convida a “una experiencia habitada de acción, emoción, poesía y pensamiento”, tal como anuncia el autor en las notas al programa del espectáculo. Durante una hora y treinta y cinco minutos el público asistente olvida el fenómeno natural que es noticia para aislarse en esta ficción estimulante y a la vez siniestra.

La trama sucede en casa de los Bulgákov. Allí donde él escribe. Han prohibido varias de sus obras teatrales. La huida, por ejemplo, cuyo estreno estaba previsto para el próximo septiembre, ha sido prohibida durante los ensayos. La representación arranca con una carta que él dirige al camarada Iósif Stalin, en la que pide que se le devuelva la libertad como escritor o se le expulse de la Unión Soviética junto a su esposa. La prensa publica artículos injuriosos sobre él, incluso se le ha insultado en la Enciclopedia Soviética. Las amenazas le guillan todo el tiempo, su amigo Zamiatin está muy afectado mentalmente y Maiakowski se ha suicidado ante el terror.

La angustia que esta situación está provocando en el escritor de Los días de los Turbín y El apartamento de Zoika hace que su esposa, Bulgákova, le proponga jugar con la imaginación. Él, reticente al inicio, termina por aceptar: ella “interpreta” a Stalin, especula sobre los posibles efectos que en el máximo líder causan las cartas que el dramaturgo, aun sin obtener respuesta, no cesa de enviarle. Es tan lista que aprovecha el juego de roles para filtrar preocupaciones propias. El efecto inopinado radica en que, sin pretenderlo, Bulgákova va metiendo al diablo en su propia casa, en la mente y en el cuerpo del marido. Él se humilla más y más: suplica que “se me permita ser útil a mi país en calidad de director de escena […]. Si tampoco fuera posible pido que se me nombre ayudante de dirección… Si no fuera posible, pido un puesto de figurante… Si tampoco es posible ser nombrado figurante, pido un puesto de tramoyista”. El impedimento de encontrar un trabajo digno y su fracaso al considerarse a sí mismo un residente inservible para su malagradecida patria, lo arrastran a la decepción y la locura. Hasta que una supuesta llamada de Stalin, en la cual este llega incluso a proponerle un puesto en el teatro de Stanislavski, revitaliza en él la esperanza de diálogo diáfano y entendimiento con el camarada.

Hay algo perverso en esta llamada que hace Stalin a Bulgákov y que termina cortándose justo cuando van a pactar una cita. El ansia de Bulgákov se agudiza, piensa que Stalin finalmente hace caso a sus cartas. Pero el tiempo pasa y no recibe la añorada respuesta. Comienza a tener visiones de Stalin, lo recibe cada noche y conversan largas horas. Le genera una ilusión enferma que el líder haya leído todas sus obras y pueda recitar sus textos. Esa idea que se hace de Stalin y la relación de intimidad que lo fanatiza con su espectro me hacen pensar en una fórmula matemática cuyo resultado es inevitable: cartas + amor = Stalin. Lo siniestro es que, según esta fórmula, el cautivo termina por enamorarse de su captor. 

Que el espectador empatice con el terror, tratado aquí de manera satírica y con el propósito de humanizar la figura del dictador, resulta uno de los aspectos mejor logrados por el director de la puesta, gracias a la interpretación del actor Pancho García. Juntos han sabido encausar y potenciar esos presupuestos altamente filosóficos y complejos a nivel dramático. Un momento que evidencia esta sospecha que tengo se localiza hacia los minutos finales de la representación, cuando Stalin coquetea una vez más con Bulgákov: “Paciencia, Misha, muy pronto la gente volverá a quererte. Cuando estén preparados. No habrá verdadero arte mientras el pueblo sea un niño cuya inocencia hay que proteger”.

Mijaíl Bulgákov tiene un merecido lugar entre los escritores rusos no solo del siglo XX, sino de todos los tiempos, aunque su nombre no aparezca en aquella gloriosa lista que en su lecho de muerte Lenin le extiende a Stalin. Gloriosa porque así la inmortaliza Stalin cuando en una escena, tras haber reducido a casi nada el ego y la moral de Bulgákov, se la muestra cual estocada. Pienso ese instante de angustia del escritor como un fiasco de profundo desconcierto. Y es que Cartas de amor a Stalin posee una marca kafkiana: existe un orden superior que domina todo y al cual no se puede acceder. Nos encontramos ante una maquinaria diabólica del poder que lleva al individuo a sentirse permanentemente acechado e inquieto. La representación nos brinda una imagen clara del protagonista, en la piel de Alberto Corona, afectado por esa superestructura: un ser ansioso y depresivo, con una actitud egoísta, que va desaliñándose y envejeciendo a lo largo de la fábula, exiliado en su propia casa, aislado del pueblo, enloqueciendo.

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Las compañías El Túnel y Argos Teatro acaban de estrenar en coproducción Cartas de amor a Stalin. (Foto: Sonia Almaguer)

Con independencia del controversial posicionamiento político de Bulgákov como figura histórica, en la trama de la obra localizamos una caricia siniestra entre Stalin y el escritor; una caricia que busca, más allá del encontronazo de ideales, una reclamación desde la moral y el orgullo de ambas partes. Por ahí entra el juego del teatro dentro del teatro que Mayorga plantea en su original y que González Melo transcribe competentemente en su propuesta escénica. Un juego donde el delirio y las constantes reinvenciones de una relación imposible de entendimiento y fraternidad con el camarada Stalin le resultan al autor de El maestro y Margarita —novela con la que Mayorga entabla aquí un diálogo en espejo— lamentablemente delusorias. El orgullo político, mas también el de esa vanidad que poseen intrínsecamente ambos polos —elemento poco atendido por los especialistas— se repasan en la cuidadosa dramaturgia mayorguiana.

Tal planteamiento viene condicionado por el autor, y luego por el director, cuando comparten que la clave sinóptica para comprender este universo alucinante radica en “la necesidad que el artista tiene de ser amado por el poder y la que el poder tiene de ser amado por el artista”. Necesidad que se nos muestra de una manera violentamente erótica.

Es interesante advertir cómo en la puesta en escena de Abel González Melo se va respirando una metamorfosis, resultado de un efecto de extrañamiento bien planteado en su diseño general, donde el dolor y el odio que Bulgákov siente por el camarada Stalin poco a poco se van convirtiendo en una obsesión impertinente. Él permite que el diablo se meta no solo dentro de su casa y su despacho, sino dentro de su matrimonio —al punto de separarlo de su esposa, asumida por la actriz Liliana Lam— y de sí. Le va dando entrada al demonio, lo alimenta. A la par, el espectador percibirá que, en lo profundo, Bulgákov va disculpando al dictador. El poder adopta matices de amabilidad e irresistible seducción, lo cual nos hace dudar sobre si en realidad existe una presa, siquiera un represor. 

Este es, sin duda, uno de los mayores aciertos del director y su equipo: lograr una interpretación nítida de las situaciones que el autor lanza como provocaciones. La condición de filósofo de Juan Mayorga es un arma de doble filo para quienes se aventuren al montaje de sus textos, en especial de este. Siempre hay que mirar en sus argumentos un poco más allá de la palabra sobre el papel. Tarea cumplida por este montaje que no solo asume en su lectura las antonomasias del poder a nivel universal, sea en otra época o en el escenario actual de Rusia, sino que es consecuente con los modelos del poder que en nuestro contexto insular han sido y son patentes. Viendo el espectáculo logramos pensar en muchos Bulgákov que también tuvieron (tienen) que soportar registros en sus casas, escupitajos en sus narices, represalias, gritos y oprobios a su paso, interrogatorios, y hasta que el GPU —en cada país con sus siglas particulares— les incaute manuscritos. Y, por supuesto, también logramos imaginar muchos Stalin.

Sea cual sea el contexto que se repase, los ámbitos en que la obra incida, el director está seguro de cada paso que da, cada decisión que toma de conjunto con el resto de su equipo. Me detengo en el exquisito diseño escenográfico de Javier Chavarría, quien apuesta por una idea minimalista y conceptual para la ficción. La imagen visual es de una belleza rotunda, refiere a una balsa de madera encallada en alguna zona del litoral de la Isla. El vestuario, también firmado por Chavarría, trabaja sobre la estilización de patrones rusos de los años 30 del pasado siglo, con gamas cromáticas bien definidas para los tres personajes. Las luces de Manolo Garriga y la música original de Denis Peralta consiguen que, de manera paulatina y creciente, la obra transite de un ámbito más realista a una descomposición fantasmagórica, a la vez que acentúan los ambientes de delirio y turbación.

El elenco, integrado por Liliana Lam, Alberto Corona y Pancho García, resulta un pulso firme para la escritura de estas cartas de amor. 

En el orden individual, Liliana Lam asume correctamente a una esposa que es seductora en la medida que los matices anímicos impliquen ambivalencia. Unas veces se nos presenta deferente con los tormentos de su esposo, otras, profundamente angustiada, siguiendo las pautas del autor. Pero lo mejor en el desempeño de Lam es su precisión a la hora de moverse por el espacio, en una suerte de corporeización de la memoria cinética del rol más que en la apoyatura del discurso verbal. 

El Bulgákov de Alberto Corona sorprende como un personaje enorme y lleno de entresijos sicológicos de los que el actor ha sabido apropiarse. La madurez y la complejidad del escritor ruso son elementos bien comprendidos por Corona, cuyo olfato capta las dualidades espirituales. Su virtuosismo radica, además, en la fisicalidad y el dominio espacial: su presencia sobre la escena ofrece no solo verosimilitud, sino una elegancia a la altura del gran escritor.

Pancho García, un actor consagrado dentro del panorama teatral cubano, invita a condenar los espantos del estalinismo desde una interpretación magistral. Se advierte en su trabajo un curioso contraste entre el carácter amable y lo satírico de la figura espectral del camarada Stalin. El conocimiento escénico de nuestro Pancho y sus dotes de actor tan curtido sobre las tablas hacen de su intervención una experiencia óptima.

Bulgákova rescata el manuscrito de una obra que consiguió burlar la censura, y se marcha. Las luces se van apagando gradualmente pero las figuras de Bulgákov y Stalin permanecen inquietantemente vivas, sobre la mesa donde se ha escrito todo aquello que en la escena se discute. El timbre del teléfono, luego de 10 años a la espera de una nueva llamada, comienza a sonar. El público, aturdido, espera que el escritor lo levante y conteste…

A modo de epílogo para mi propia representación de Cartas de amor a Stalin, repaso la otra historia: Bulgákov murió 10 años después de su célebre conversación telefónica con Iósif Stalin. Su esposa, que tantos tragos amargos disimuló por su marido, estuvo a su lado durante el declive mental y moral del escritor nacido en Kiev, en el año 1891. Juan Mayorga, Abel González Melo y el equipo artístico restablecen hoy, en un espectáculo fascinante y consistente, esta brutal historia de la censura y el poder, del orgullo y la vanidad: es obra del diablo, que tantas noches se ha colado, con una amabilidad ilusoria, por la ventana de los Bulgákov.

Roger Fariña Montano

Texto de Roger Fariña Montano

Comentario

  1. Mientras tanto sigo soñando que algún día, cuando haya hospedaje o haya personas competentes, estas obras puedan venir a Sancti Spíritus.

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