El aula: altar sagrado para Namidia Aragón (+fotos)

Esta educadora trinitaria, con 35 años de labor, ve en cada alumno una semilla distinta, plantada en la misma tierra fértil del respeto. Su magisterio es un acto de amor constante

El aula es un altar sagrado para esta maestra, quien asegura que un buen docente debe reconocer las diferencias de sus alumnos. (Fotos: Ana Martha Panadés/Escambray)

El aula huele a tiza, a letras y números que toman sentido en cada lección. Para la maestra Namidia Aragón Naranjo es su templo, el espacio donde imparte las asignaturas de ciencias; pero el verdadero aprendizaje es recíproco porque los niños le han enseñado a ver el mundo con ojos nuevos cada día, a respetar las diferencias, a no rendirse nunca.

La vocación nació con ella; una semilla pequeña pero bien plantada que fue creciendo con el ejemplo y el cariño de sus maestras de Primaria. Al concluir la Secundaria, optó por la Escuela Formadora Manuel María de Mendive y desde 1990 ejerce la profesión. “Ya llevo 35 años de trabajo”, dice con humildad y regocijo.

Ahora Escambray le pide prestado unos minutos; y en la biblioteca de la escuela primaria República de Cuba, del municipio espirituano de Trinidad, donde labora desde el 2016, Namidia comparte vivencias que han marcado su paso por el magisterio, desde su apoyo casi por un año en Zona Roja durante la covid hasta su estancia en Honduras, declarada libre de analfabetismo gracias al método cubano Yo, sí puedo.

Namidia Aragón Naranjo, docente trinitaria que atesora hermosas vivencias en 35 años de labor.

Ahora que mira en retrospectiva, asegura que cada acontecimiento moldeó su desempeño como docente y la impulsó a alcanzar nuevos sueños. Primero la licenciatura, que finalizó en 1996 y luego la maestría, en 2010. Y en todos esos años no se apartó del aula, su razón de vida.

“Comencé en la escuela José Mendoza el primer año de graduada y transité por los planteles de Condado y Casilda hasta incorporarme al centro escolar José Martí Pérez, donde permanecí más de veinte años. En ese tiempo me propusieron como jefa de ciclo, pero a los seis meses renuncié porque no puedo estar lejos de la docencia y de mis alumnos.

“Me satisface interactuar con los niños. Hay que tener mucha empatía para entender sus individualidades. La pedagogía, los métodos, la tecnología…; todo eso son herramientas. La base está en ver la diferencia en cada estudiante, trabajar con los que más dificultades presentan, estimular la creatividad, ser justo con el regaño y premiar las buenas acciones”.

Su magisterio es un acto de amor constante. El amor que celebra un avance pequeño como si fuera una gran victoria. El amor que se queda después de clase para escuchar un problema que nada tiene que ver con la escuela, pero que es el mundo entero para un infante.

Namidia junto a su hija, también maestra, y su nieta.

“Me gusta trabajar con los alumnos más rebeldes. A ellos hay que llegarles con métodos diferentes, o de lo contrario hacen rechazo a la clase, al maestro y a todo.

“Recuerdo un niño así. Había perdido su mamá cuando estaba en primer grado y se quedó solo con su papá, que trabajaba hasta tarde. Lo atendía una vecina o el que primero apareciera. Esos problemas familiares afectaron su aprendizaje y su disciplina, no prestaba atención y se convirtió en un estudiante hiperactivo.

“Desde el primer momento comprendí que tenía falta de cariño y de atención. Me fui ganando su confianza y comencé a trabajar con la matemática que era la asignatura con mayores dificultades. Lo convencí para que llegara una hora antes de la sesión de la tarde y repasábamos todos los contenidos; con mucha paciencia fue avanzando. Él también se esforzaba y comenzó a cambiar. Es una de las mayores recompensas en todos estos años”.

La sensibilidad de esta educadora trinitaria conmueve. Por su dedicación y resultados en la docencia resultó propuesta para una misión de colaboración. Se preparó para impartir el método cubano Yo, sí puedo, valioso aporte para acabar con el analfabetismo en naciones hermanas, y en los dos cursos aprobó con notas satisfactorias. Lista para viajar y expandir la luz del conocimiento, la covid aplazó este proyecto, pero no su vocación de servir.

“En el 2020 se pidió la disposición de maestros para apoyar en Zona Roja. De este colectivo nos incorporamos dos voluntarias en la escuela especial Jesús Betancourt que funcionó como centro de atención a pacientes. Siete días allí, una semana de aislamiento en una villa para descartar el contagio y otra en la casa. Así estuvimos alrededor de un año.

“O sea, que fue una tarea muy humana, pero difícil y riesgosa, porque cuando muchos permanecieron resguardados en sus hogares, con su familia, nosotras nos expusimos al contagio; sin embargo, fue muy reconfortante poder ayudar en momentos tan complejos para nuestro municipio y el país”.

En el 2022 una llamada telefónica le confirma la misión de alfabetización en Honduras. “Eso fue en noviembre —recuerda— y ya el 20 de diciembre estaba montada en el avión”.

Namidia se desempeñó como asesora metodológica para atender tres municipios de esa nación centroamericana. “Y la labor fue extraordinaria pues en solo tres años logramos que el país se declarara libre de analfabetismo”, asegura.

“Trabajamos con maestros, pero también se sumaron muchos voluntarios en cada comunidad, con un poco más de nivel educacional. En la recta final se incorporaron, además, alumnos de noveno y duodécimo grados que recibieron una preparación intensiva. En todo momento hubo mucho rigor y seriedad; lo demostró el test de alfabetización que se aplicó después de finalizar el proceso, validado por expertos.  

“Fue una experiencia bellísima. Una campaña amplia y ardua en la que las personas aprendieron a leer y escribir lo elemental. Algo parecido a lo que se vivió en Cuba en los primeros años de la Revolución. Me siento muy afortunada”.

La educadora imparte las asignaturas de ciencias del segundo ciclo en la escuela primaria República de Cuba, del municipio de Trinidad.

Namidia ya está de regreso en el aula, su altar sagrado, para retomar su labor como docente del segundo ciclo de la enseñanza primaria. La etapa más frágil y emocionante que existe, según ella. Ya no son los niños pequeños que te ven como una figura casi maternal; tienen un pie en la infancia y otro, en un mundo más complejo. Se les abre la mente, comienzan a cuestionar, a tener opiniones propias, pero conservan esa chispa de inocencia.

Y no vacila ante la interrogante sobre la misión de un maestro en ese nivel educativo. “Ser el primer espejo honesto y amable en el que un niño se mira y descubre que tiene un valor infinito y un potencial único. No somos quienes ponemos la luz dentro de ellos. La luz ya está. Nosotros solo ayudamos para que pueda brillar”.

¿Qué le diría a un joven que se forma hoy como docente?

Ven. El aula te necesita. Pero ven con el corazón abierto, preparado para dar todo, y a cambio, recibirás lo que no tiene precio; la oportunidad de cambiar el mundo. Porque mientras otros diseñan casas y software, siembran alimentos o salvan vidas, nosotros construimos el futuro.

Educar, bien lo sabe Namidia Aragón Naranjo, no es una carrera, sino una siembra; y su cosecha, incluso la de la familia, con su hija también maestra, ya está creciendo, fuerte y derecha, como un árbol bien plantado.

Ana Martha Panadés

Texto de Ana Martha Panadés
Reportera de Escambray. Máster en Ciencias de la Comunicación. Especializada en temas sociales.

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