Todo tiene su tiempo y tiempo era. / Fidel miró el reloj y era la hora. Centellean los versos del Indio Naborí, y traen de vuelta la épica de hace 72 años, cuando 127 combatientes acudieron a la granjita Siboney, a 17 kilómetros de la ciudad de Santiago de Cuba, para ejecutar una arriesgada acción bélica. Pocos, muy pocos sabían el lugar exacto del inminente ataque.
Avanzada la madrugada del 26 de julio de 1953, el joven abogado miró otra vez el reloj y era la hora también de explicar.
—Vamos a atacar distintos objetivos.
Y el líder del Movimiento revolucionario, creado 17 meses antes, habló del grupo que asaltaría el cuartel de Bayamo y de los propósitos de la acción. En el caso de Santiago de Cuba, tomarían el Palacio de Justicia y el cuartel Moncada —de ser sorprendidos debían reagruparse en el patio de atrás de la fortaleza— y Fidel comandaría ese grupo. El tercero ocuparía el Hospital Civil (hoy Saturnino Lora), con el doctor Mario Muñoz, Melba Hernández, Haydée Santamaría y algunos compañeros más; al mando de ellos iría Abel Santamaría.
Esta misión no le resultó grata a Abel, y el desacuerdo lo hizo público en el intercambio. No entendía por qué Fidel lo acomodaba; mientras, el líder de la Generación del Centenario daba el pecho en el Moncada. Fidel tenía que cuidarse. Abel le insistió en que le dejara tal encomienda a él, que era su segundo. Fidel no accedió y lo convenció, testimonió más de 40 años después el espirituano, devenido artemiseño, Ricardo Santana Martínez.
Haydée y Melba le comunicaron a Fidel la determinación de intervenir en la operación militar, y les dijo que ya habían hecho bastante; se quedarían allí. Ante la negativa de las mujeres, el doctor Muñoz Monroy propuso que ellas asumieran como enfermeras durante la toma del hospital.
Zanjada la discrepancia, Fidel advirtió, según aparece en el libro El Moncada: la respuesta necesaria, de Mario Mencía: “Es voluntariamente como ustedes se han adherido al Movimiento. Y, hoy, es voluntariamente como ustedes deben participar en el ataque. Si alguno no está de acuerdo, es ahora cuando debe retirarse”.
Sobrevino tal silencio que, si caía un alfiler al piso, el estruendo hubiera despertado al coronel Alberto Ríos Chaviano, quien dormía borracho, después de una noche de juerga en el club militar y naval de Ciudamar. Murmullos aislados quebraron la expectativa. Transcurridos apenas segundos, uno de los reunidos se aproximó a Fidel y le expresó en voz baja:
—Nosotros no deseamos participar.
A cinco ascendieron los negados a combatir; el argumento: el tipo de armamento. Como medida preventiva, el líder del Movimiento ordenó aislarlos en la cocina del inmueble, recordó en 1996 Santana Martínez.
Ante la deserción, Fidel orientó a mantener la disciplina. A seguidas, se hizo pública la proclama, redactada por Raúl Gómez García y, sin que mediara orden alguna, las notas del Himno Nacional crecieron en susurro en las gargantas de los imberbes combatientes. Sigilosamente, empezaron a subir a los autos; sigilosamente, también, partieron. Quizás, Fidel miró de nuevo el reloj: restaban 15 minutos. Era la hora.
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