Aquel demente del heroísmo

Desde San Juan de los Remedios hasta el Sur del Camagüey se expandieron las historias y la leyenda de Jesús Crespo, el hombre que, sin más escudo que su propio cuerpo, lo mismo rescataba un herido bajo una lluvia de balas que se zambullía en el fondo de una trinchera enemiga

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Obra de la serie Héroes Humildes, de José A. Rodríguez.
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Obra de la serie Héroes Humildes, de José A. Rodríguez.

Hijo de San Juan de los Remedios (antiguo cacicazgo indio llamado Sabaneque) Crespo tiene por su estructura física y por lo criollo de su corazón mucho de indio, pero de indio bravo. Trigueño, huesudo, ojos pequeños, pelo lacio, ó muerto (como dicen los dominicanos), de cortas palabras, reservado, frío, taciturno, siempre con un libro en la mano, leyendo algo para aprender é instruirse: tal es Jesús y su retrato verdadero. Diecisiete ó dieciocho años contaría de edad cuando se marchó á la Revolución en 1869; soldado raso ingresó en una de aquellas partidas que se alzaron en armas en la jurisdicción de su pueblo contra la dominación española; como tantos otros luchó infatigablemente y sin desmayo desde el principio hasta el término de la Revolución; pero pocos, muy pocos, por no decir ningún otro hombre de guerra, realizó actos personales de audacia y valor que pudieran emular los de Jesús Crespo. Y no se crea que al afirmar esto exagero por el cariño personal que hacia ese antiguo compañero de armas me une, ni por el gusto y afición que pudiera sentir en fantasear héroes para mi patria entre los míos. No es ese mi propósito, y en absoluto lo rechazaría mi manera de ser, y de entender las cosas de la guerra, para las cuales guardo yo mi más religioso respeto: solo deseo de á conocer hombres distinguidos que con las armas en la mano y en todas las clases y categorías del ejército libertador de Cuba, supieron hacer admirar y querer de sus compañeros de armas. Lo que voy á decir de Jesús Crespo lo saben como yo centenares de hombres de la pasada guerra que aún viven, y pueden dar fé de aquellas hazañas singulares; pero vamos por orden, para no embrollar la madeja de su vida militar, ni confundir sus hechos heroicos que mencionaré, aunque no hay miedo de que se confundan con los de otros de sus bravos compañeros, por ser tan especiales que cuesta trabajo el concebir algunos de ellos, y mucho más aceptarlos como reales.

Nada de especial se registra en los dos ó tres primeros años de la vida militar de Jesús Crespo, porque por nada, en verdad, brillaba entonces entre los hombres comunes de la Revolución, vinieron á ser la gloria y el renombre de aquellos días patrimonio casi exclusivo de los más favorecidos por razón de sus antecedentes de familia, de talento ó de instrucción, que á eso debían, en muchos casos, el aura popular que elevó sus nombres. Del año de 1871 en lo adelante, empezó el crisol de la Revolución á purificar su alma, y á dar á luz el valer verdadero de sus hijos, —á separar la paja del grano—. Las villas, con sus doce ó quince mil hombres sublevados contra España en 1869, quedaron reducidos á 2,500 ó 3,000 combatientes, errantes y desarmados en su mayoría en 1871; los demás habían tenido necesariamente que someterse á su enemigo por falta de armas que bien pudieron  y no quisieron dar á tiempo los miles de cubanos emigrados, entre los cuales se contaba gran número que representaban millones de pesos en Bancos extranjeros; no los armaron en los años 1869 y 1870 en que las costas de Cuba estuvieron libres de enemigos (Oriente, Camagüey y Sancti Spíritus), porque no había buques de guerra españoles, ni por tierra defensa de guerrillas y columnas enemigas, y nosotros los cubanos dominábamos por lo tanto las extensas playas de esos territorios desiertos, y de ahí la presentación y la ruina de tantos miles de hombres cubanos y patriotas que hubieran podido salvar la Revolución, que por tales causas sucumbió al fin.

Entonces fué cuando buscamos refugio más seguro en el vasto territorio camagüeyano, ya que era imposible sostenernos en el apretado y defendido de las Villas; y allá emigramos todos con nuestras armas de combate, pidiendo pólvora para defendernos y atacar al enemigo, Jesús fué uno de tantos que emigró, confundido entre las numerosas filas de clases y soldados que formaban aquellas peregrinas y valerosas huestes republicanas: llegó al Camagüey y con ellas y después con las mismas avanzó hasta Oriente, en donde se comprobó una vez más lo que pueden el valor y la abnegación verdadera, puestos al servicio de las grandes ideas de libertad y de patria. En 1872 retornaron aquellas fuerzas villareñas de Oriente al Camagüey y se pusieron bajo las inmediatas órdenes y dirección del insigne general Ignacio Agramonte. Por entonces fué Jesús ascendido á subteniente, y ya en esa escala más visible de oficial fué donde empezó á destacarse la figura del hombre vigoroso y bravío, que más tarde había de llenarnos de asombro, y dejarnos como en suspenso, en presencia de actos personales de valor indómito y cuasi salvaje, de esos que no se conciben ni se explican sino viéndolos. Entre otros recordamos uno de mérito heroico que ejecutó Crespo en una calle del poblado de Santa Cruz, Camagüey, en el ataque que á ese lugar dimos á fines del año 1873 las fuerzas de las Villas y los camagüeyanos, á las órdenes del general Máximo Gómez. Habíamos ocupado parte del poblado, con su cuartel lleno de rifles y su depósito repleto de cápsulas; serían en esos momentos las siete de la mañana, y el fuego de un cuartel ó trinchera española, situado en una boca-calle, era terrible y certero, hasta el extremo de que cuantos intentaron atravesar la vía enfilada por los rifles enemigos, cayeron por tierra muertos ó heridos; cuando eso pasaba, un negrito como de doce años, llamado por apodo Tomeguín, que servía de asistente á uno de nuestros oficiales, —no sé si al mismo Crespo— cae herido en mitad de aquella calle de la muerte, pero cae allá como á una cuadra más cerca de la trinchera de los españoles, al pretender pasar inadvertidamente de una acera á otra de la misma; allí se retuerce entre el polvo y la sangre que brota de una mortal herida; se le ve de lejos, se le compadece, y todos desean salvarlo de la prisión y de la muerte. Pero, ¿quién osaría avanzar hasta aquel herido? Nadie. ¿Quién se atrevería á hacer un esfuerzo de corazón sobrehumano y engolfarse en aquella calle llena de balas y retornar por ella con el herido á cuestas hasta el grueso de la columna cubana, parapetada en las calles transversales? Nadie, seguramente. ¿Quién querría condenarse á una muerte casi segura por ir á prestar un auxilio, tal vez inútil, á un muchachito infeliz y moribundo? Nadie, á no ser un loco; y, sin embargo, hubo un hombre que fué, un hombre que no era temerario, ni jactancioso, ni torpe. Jesús Crespo fué ese hombre, ejecutando aquel acto de magnánima bravura como la cosa más natural del mundo. Tomó la calle; avanzó por ella bajo una granizada de balas; á paso lento, sin precipitarse, llegó al niño, lo agarró por su cinto de cuero, se lo echó al hombro, y regresó hasta nosotros con aquel desgraciado agonizante. Ni una bala le tocó en todo el largo trayecto que mediaba entre nosotros y el niño herido; tal parece que aquellas balas certeras enmudecieron ante aquel demente del heroísmo. Nosotros, espectadores de escena tan bella y conmovedora, cerramos los ojos para no ver el suicidio de un hombre que por tantos títulos queríamos y queremos como á un hermano; pero él volvió sano y salvo, sin ninguna emoción, indiferente, como si nada hubiera hecho de notable y grandioso, dejando ver solo la habitual modestia, que es en Jesús Crespo el signo más característico de su grandeza heroica.

En ese mismo día y en ese asalto al poblado de Santa Cruz, fué donde nos hizo notar que si pujante era su alma, no lo era menos su terrible brazo; el caso fué que Crespo entró ese día en Santa Cruz blandiendo una espada toledana en lugar del clásico y terrible machete “de media cinta”. Pasó el combate y nos retiramos vencedores, cargados con un espléndido botín de guerra; y como alguien notara que ya Jesús no traía la toledana que había llevado á la pelea, y le preguntase por ella, él contestó: —“La eché al mar porque me era inútil”, y agregó: —“Suponte tú ya me había acontecido en otros varios combates anteriores que mis machetes se me hacían pedazos en las manos en la primera entrada, y entonces determiné armarme de una espada de Toledo, porque había oído decir siempre que resistían sin romperse á todos los golpes dados ó recibidos, y efectivamente conseguí esa que llevé á Santa Cruz; pero, ¿qué me sucede? que al entrar por la primera calle con mi compañía me tropiezo con un español y le arremeto de firme con mi espada á machetazos, y nada; no lo mato, ni lo corto siquiera, porque aquella más bien parecía un cinto de metal que un arma cortante; entonces ensayo la punta, y la dirijo al cuerpo del soldado; y nada, tampoco consigo, porque la espada, tropezando seguro en algún hueso de la víctima, se dobla como un arco y no entra en la caja del cuerpo, como yo pretendo, así fué que, desesperado y rabioso, la arrojé al agua maldiciendo de un arma que no servía para nada”. Pocos días después vimos á Crespo armado de un fiero garrote de manajú —mortal por necesidad— en lugar de la espada inútil del cuento, y esa especie de macana india le sirvió bien en lo adelante, porque nunca más lo oímos quejarse de ella, habiéndola ensayado por primera vez en el asalto al poblado de Las Yaguas, en el cual asestó, á un oficial español que huía, tan fiero el golpe por la cintura, que diz que la columna vertebral del desdichado quedó molida para siempre.

Después, en la célebre acción de Palo Seco, se nos vuelve á presentar Jesús Crespo tal como es, en su fiereza natural, en sus vértigos de fiereza; marchaba en el cuerpo de infantería de Las Villas, á retaguardia de la caballería cubana que cargaba en esos momentos á la deshecha columna española y como la infantería no logra en su avance rápido alcanzar á la caballería que va segando impetuosa y sin piedad cabezas españolas; Crespo corre, vuela furioso hacia el enemigo que huye atemorizado, y como no logra alcanzarlo, se le sube la sangre á la cabeza, y cae á tierra como herido por el rayo, siendo retirado del campo de batalla en brazos de sus compañeros de armas. En Las Guásimas, y en todas partes del Camagüey en donde las fuerzas de las Villas pelearon, se distinguió Crespo siempre. En el año de 1874 pasó con Carrillo á las Villas, formando parte de aquel pequeño contingente que ese notable jefe llevara como refuerzo al teniente coronel Francisco Jiménez, que ya hacía meses operaba en la jurisdicción de Sancti Spíritus. Carrillo se reúne por fín á Jiménez, y ambos dan la memorable machetada de Las Charcas, y en seguida efectúan la entrada y asalto á la ciudad de Sancti Spíritus, en la que se apoderan de gran cantidad de rifles y cápsulas, y al día siguiente asaltan y toman el fuerte español situado en Macaguabo, y defendido por 40 hombres que se rinden a discreción, completando esos hechos brillantes de armas con la otra importante machetada del Anguillero en la que los españoles dejaron más de 70 muertos con sus rifles y caballos. Jesús Crespo, que era teniente entonces, asiste á todas esas brillantes acciones de guerra, tomando en ellas la parte que correspondía á su valor y fama.

Pero ya es llegada la ocasión oportuna de referir un hecho que pasma por lo audaz, y que se tendría por fabuloso, seguramente, si Crespo no lo hubiera realizado en presencia de más de 300 hombres, de los cuales aún viven muchos, entre ellos el jefe que los mandaba á todos. El fuerte español de Tetuán, situado á poco más de una legua de la ciudad de San Juan de los Remedios, fué el teatro escogido al acaso para representar en él el acto de bravura más sorprendente que registra la historia militar de Cuba, y tal vez, si no parece esto mucho decir, la historia general de la guerra antigua y moderna. Cuarenta hombres de tropa española defendían el fuerte citado; Carrillo lo atacó con 300 hombres de infantería á las ocho de la mañana; el fuego comenzó por ambas partes avanzando los cubanos hasta las paredes aspilleradas del mismo, pero sin serles posible penetrar dentro del recinto atrincherado, porque el portón había sido herméticamente cerrado desde los primeros instantes del encuentro. El fuego de los asaltantes continuaba sin cesar; los acometedores, que ya tenían tres muertos y mucha gente herida, se resguardaban colocándose debajo de las aspilleras; pero allí eran inútil al plan de apoderarse de aquel atrincheramiento y luego la aproximación de la ciudad que mandaría en el acto un refuerzo de tropas, y la retirada, peligrosa para una infantería que conduce muertos y heridos, eran caso terrible, y más que terrible, angustioso, para el jefe responsable; esa era la verdadera situación de Carrillo en aquellos momentos; casa-fuerte en la que no se puede penetrar porque no hay por donde, y que abriga en su interior cuarenta hombres armados que la defienden? No había más partido que tomar sino el de retirarse con los muertos y heridos, sacrificados inútilmente en aras de un fracaso doloroso. Y entonces aparece el célebre mulato alférez Macurije, bufón magnánimo, de atlética fuerza y corazón espartano, ofreciéndole á su jefe derribar el portón de entrada de la casa, con una embestida de cabeza propio del toro y del carnero, y á las que estaba Macurije acostumbrado; reculó, embistió con fiereza brutal el portón, pero el portón resistió, aunque conmovido por la sacudida de aquel cráneo de acero, cayendo Macurije con el cuello como hundido, y casi privado. Aquella inútil tentativa del deseo de la victoria fué seguida de otra en que doce ó quince hombres empujaban con esfuerzo y á un tiempo para ver si el portón cedía; más no cedió. Ya no había más remedio que abandonar el campo y retirarse, cuando observa Jesús Crespo que existe entre la solera y el techo ó alero de la casa una abertura por la cual podría un hombre entrar al interior de la trinchera; y sin esperar más, con la violencia de un desesperado y la agilidad de un gato, arrima á la pared, —para subir,— unos cuantos ladrillos, sube en ellos, mete la cabeza por la abertura, recibe un tiro de abajo para arriba cuya bala le pasa el sombrero, dispara él su carabina Remington de arriba para abajo con una mano, y mientras que con la otra se agarra al techo, mata al que le había disparado primero, —y era el capitán de aquel puesto militar, que recibió la bala dirigida por Crespo en mitad de la cabeza;— al mismo tiempo que dispara se deja caer sobre el cadáver del capitán, rifle y machete en mano, y avanza sin detenerse, corre hacia el portón, los soldados se petrifican ante aquella aparición temible, no le tiran, huyen espantados, y Crespo descorre los cerrojos, quita las trancas guachinangas, y abre, diciendo á Carrillo y á sus 300 hombres: —“Entren: ¡la trinchera es nuestra!”. Así es el valor de ese hombre querido y célebre, á quien estas líneas, escritas por un hermano del infortunio patrio, harán derramar abundantes lágrimas.

Cuando capituló en el Zanjón, ó sea en las Villas, en virtud de aquella Paz maldita, era comandante y tendría unos veintiocho años de edad. Desde entonces se postró en cama, vencido por una severa dolencia que lo ha inutilizado. Había recibido una grave herida en la guerra, y habrá cuatro años que envió como recuerdo sagrado á un deudo, amigo y compañero de armas, como reliquia patriótica, un puñado de huesos que habían filtrado de aquella honrosa cicatriz. Vive en humildísima casa en la ciudad de Remedios; tiene una escuelita de primeras letras, donde enseña lo que sabe á los pobres como él. Sus conciudadanos de Cuba, más afortunados que él, —pero no tan grandes ni tan dignos,— ignoran que existe hombre semejante en el suelo de la patria común. Los remedianos, sobre todo los ricos, saben que allí cerca de ellos brilla en la miseria la honra y el orgullo de su pueblo, pero se conforman con saberlo; y nada más. Esa es la suerte de los redentores de los pueblos ingratos —y lo son todos:— el olvido como premio y galardón. Jesús, rodeado de sus niños, no necesita más para su gloria que sus recuerdos del pasado; y para matar el tiempo presente, para aliviar la natural amargura que después de aquellos años de gloria ha de causarle la confusión y timidez en que ve hoy vivir á su patria, quédanle sus libros, que son sus mejores amigos, y este cariñoso presente de su heroica historia que le dedica, con el corazón, un viejo amigo.

Nota: Escambray respeta la ortografía y el estilo de Cuadernos Cubanos. No. 8. Universidad de la Habana. Comisión de Extensión Universitaria. 1969.

SERAFÍN SÁNCHEZ VALDIVIA

Texto de SERAFÍN SÁNCHEZ VALDIVIA
Mayor General del Ejército Libertador. Combatiente de las tres guerras por nuestra independencia. Autor de Los poetas de la guerra y Héroes humildes.

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