La escuela, el aula y los gallos de mi padre

Excelentes maestros, emotivos actos cívicos, celebraciones y juegos emergen al recordar los inicios en el mundo escolar, un derecho que asiste a cada niño en Cuba

En toda la geografía cubana se realizan actos de inicio del curso escolar con la presencia de alumnos, maestros y padre. (Foto: Tomada de Internet).

Quizás por ese hábito tan cubano de juntar, en ciertos momentos de la pronunciación, la última letra de una palabra con la primera de la siguiente, yo escuchaba la’j aulas, y no las aulas. Entonces, habituada a ver los gallos de mi padre en aquellos cuadrantes de finas rejas alambradas, generalmente en solitario, les preguntaba a mis hermanas si en esa escuela de la cual hablaban había un niño en cada jaula. La imagen no llegó al punto de alarmarme porque me lo aclararon enseguida, pero sí a preocuparme, sobre todo por aquello de la presunta soledad. Cuando ya crecida, o más bien, adulta, caí en cuenta del porqué de la confusión, me percaté de que no era mi culpa, sino la de ellos, los que pronunciaban como no debía ser. Y me daba risa, mucha risa, porque en realidad era cómico.

Otra percepción errónea de mi parte llevó a que, años después, indagara el significado de la frase «culebry dey» que les escuchaba a Niurka, Nancy e Inés Carrazana, una prima y compañera de estudios. En extremo difícil les resultó hacerme entender que no se trataba de culebra alguna, sino de otra frase, compuesta por varios vocablos en inglés que yo fijaba en mi memoria solo de manera parcial: I go to school every day. Y se reían a carcajadas, mientras yo intentaba entender a mis escasos 10 u 11 años. Finalmente, con el paso del tiempo y los conocimientos que fui adquiriendo, entendí. Entonces me reí también.

Mi padre criaba gallos, les afilaba las espuelas, los alimentaba con mucho celo y los entrenaba en un vallín al fondo del patio vecino, pero no los echaba a pelear. Uno de ellos llegó a alcanzar renombre por no perder nunca en las peleas, adonde solían llevar los animales otros galleros, jugadores. Se llamaba la Cimarrona, porque era, según decían, gallo-gallina. En mi casa había muchas fotos impresas, en blanco y negro, de ese ejemplar. En la década de los 90 alguna vez una persona de los límites entre Sancti Spíritus y Villa Clara me refirió haber presenciado una pelea donde la Cimarrona resultó triunfadora. Le constaba su fama. Así de interesante era la historia del gallo de mi padre, o de los gallos que me llevaron a pensar en un aula con las mismas dimensiones de sus cajas de enrejado metálico.

Pero no es sobre gallos que me dispuse a escribir, sino sobre la escuela. Cuando estuve en ella por primera vez, lejos de asustarme me gustó. Leila Poveda, la maestra especialísima a quien fijé en mi memoria como una mujer alta y muy blanca, según he podido saber era en realidad una señora muy trigueña que hasta no hace tanto aún vivía en Bayamo. En Guisa, mi pueblito natal, el centro escolar entonces nombrado William Soler nos quedaba bastante cerca. Al fondo, ya fuera del edificio, un aula a la derecha, muy bien habilitada, acogía a los niños de prescolar. Allí Julio Bárzaga, con el rostro arrugado por el sufrimiento, lloraba y se metía los dedos en lo más profundo de la boca para vomitar, porque era la forma en que suponía que lo mandarían a la casa. Así cada día. Algún que otro niño o niña también se resistía, pero eran más bien la excepción. No había por todo aquello un circulo infantil.

No recuerdo mucho más, como no sean los dibujos y los recortes en forma de figuritas pegados en la libreta, más bien porque conservé esa libreta varias décadas después. Había una sombrilla y un helado, entre otros objetos dibujados por nosotros en su parte inferior. La copa de ambos estaba compuesta por el papel, brillante y colorido. Sí registré para la posteridad algunos momentos de castigo, en los que al parecer nunca participé activamente. Consistían en permanecer de pie, dando la espalda al grupo, por espacio de determinado tiempo. Maltrato propiamente dicho, al menos en aquella edad, no.

Una de las imágenes más recurrentes de mi primera escuela, construida en 1960 por la Revolución y hoy nombrada Braulio Coroneaux, evoca los actos cívicos que tiempo después pasaron a llamarse matutinos, como si no pudiera haberse conservado aquella frase junto a esta otra palabra, pues solo denota el momento del día en que tienen lugar dichos actos. Particularmente me encantaban y yo no era la única que sentía así. Se izaba la bandera, se entonaba el Himno Nacional y se leían o declamaban textos. Nicolasita Gomar, que allí no era la madre de mi mejor amiga, sino la maestra que rectoraba la ceremonia, movía sus brazos regordetes mientras el coro de voces alzaba el canto. Otros maestros hacían lo suyo y se ganaban el respeto colectivo. Nuestro aprendizaje fue siempre consciente, agradable, sólido.

¡Los recreos qué lindos, animados, alegres! En ese lapso jugábamos activamente, y cuando ya estábamos en grados del tercero o cuarto al sexto, nos alejábamos unos metros hacia el fondo para comprar merienda a alguna vecina que vendía, sumamente baratos, unos batidos de frutas deliciosos y cuñas de panetela que jamás olvidé. También el centro contaba con su merendero, cerca del aula del grado prescolar.

Los días de exámenes finales un grupo de madres acudía al centro para a apoyar el proceso y auxiliar de diversas maneras a los maestros que cuidaban los grupos. No creo haber presenciado en aquellos siete años de estudio un incidente en el que un padre o una madre se enfrentara a un educador en un aula o pasillo, y no porque no hubiese niños indisciplinados, que los había, pero el entendimiento era mutuo y al parecer permanente. La escuela era un lugar de silencio casi general mientras se impartían clases.

Las celebraciones de corte histórico o las festivas, en fechas específicas, coloreadas por aquellos trajes hermosos, anclaron para siempre en nosotros. Hasta los textos permanecen intactos, como si los escuchásemos ahora mismo, y entonces aparecen los rostros de los amiguitos que ya no están, y que viven Dios sabe dónde, y que tienen hijos, nietos, como nosotros.

La escuela vino a complementar lo que aprendíamos en el hogar. Fue y ha sido siempre esa especie de templo en el que cultivamos las mejores virtudes. Después vendría la otra, la secundaria básica y luego el instituto preuniversitario, que entonces comenzaba a cursarse de manera interna en las llamadas Escuelas en el Campo. Mi hermano, que iba tres grados por delante de mí, inauguró ese tipo de plantel, donde inicialmente se cursaban no solo los grados onceno y duodécimo, sino también el grado trece, en tanto el décimo aún integraba los correspondientes a la enseñanza secundaria. A mi año lectivo (1976-1977) le tocó el honor de ser el primero en concluir el preuniversitario con el grado doce, en el mismo curso escolar en que egresó el último grado trece.

Con el comienzo del período docente 2023-2024, concebido como el primero normal después de la epidemia de covid tanto por la presencialidad como por la duración, se me han despertado los recuerdos. Y, como siempre que recapitulo al respecto, junto a aquella expectativa sobre lo que sería una escuela han venido a mi mente las jaulas de los gallos que cuidaba mi padre.

Delia Proenza

Texto de Delia Proenza
Máster en Ciencias de la comunicación. Especializada en temas sociales. Responsable de la sección Cartas de los lectores.

2 comentarios

  1. Me ha encantado esta evocación ♥️♥️♥️♥️ Que para mí añade el valor del dato histórico: no sabía el año en que se había eliminado el grado trece. 👏👏👏👏

    • Delia Rosa Proenza Barzaga

      Pues ya sabes, aquí tienes a una testigo presencial y protagonista, además, del duodécimo inaugural como final del preuniversitario.
      Me alegra el que lo hayas disfrutado.

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