De pie, frente a uno de sus cuadros favoritos, A todo color, donde los tonos se contraponen sin rivalidad, Luis Enrique García Hourruitiner vibra en voz baja.
Es una tarde oscura en la sala de su acogedora casa-taller, pero en las paredes hay luz por doquier. Obras suyas y de su esposa Aurelia (Llella) Beltrán conviven con la misma armonía que esta pareja de artistas ha compartido un hogar por casi medio siglo.
Es una especie de galería personal de emociones, momentos, conquistas y desencuentros. Porque de todo cabe en los trazos de un pincel que va dejando pedazos de vida sobre el lienzo.
No cree mucho en definiciones o encasillamientos. “El arte no puede ser moderno. El arte es eterno”, deja claro un cartel en su meticuloso librero, donde reposa en letras la historia de su carrera.
Mas, un sello lo distingue: el arte abstracto, tan polisémico y controvertido, que le ha dado hasta hoy más satisfacciones que penas.
Todo empezó muchos años atrás, tal vez en las páginas de una libreta donde su madre dibujaba retratos de héroes. Allí floreció la vocación que luego su padre le ayudó a fomentar.
“Yo hacía mis cosas desde la primaria. Mi papá trabajaba en la Sociedad El Progreso, hoy Biblioteca Provincial, y ahí abajo había un teatro, dirigido por Eugenio Pino Hernández. Y Pino estaba ahí con sus muñecos. Entonces mi padre me dice: ‘A ti te gusta pintar, ¿por qué no vas allí? Porque ahí pintan cosas y muñecos’.
“Llegué ahí prácticamente como un atrecista, sin saber qué cosa era un atrezo; empecé a pintar y terminé hasta actuando. Y ahí se hacían muñecos con papel maché. Se pintaba con tempera y a pincel, a brocha; estaba (Luis) Olmo Jas, que inventó un horno para secar los muñecos.
“Y empecé a aprender alguna cosa de serigrafía. No era muy bueno, pero pintaba.
“También estaba el Centro Vocacional de Artes Plásticas, aquí en Máximo Gómez 114, que contó con la presencia de Osvaldo Mursulí, quien había venido desde La Habana, y ejerció una notable influencia en un grupo de muchachos”.
Transcurrían los años 60. El arte ya había ocupado sitio en el cuerpo menudo de Luis. Y Sancti Spíritus le quedaba chiquito, así que decidió continuar estudios en la Escuela de Arte del centro del país, primero en Cienfuegos y, más tarde, en Villa Clara.
Había aprobado también las pruebas de la Escuela Nacional de Arte, pero no se motivó por la capital. “A mí La Habana nunca me gustó, aunque no lo crean”, dice.
Pero yo le creo, sobre todo porque nunca se ha ido y, luego de una trayectoria extensa en el arte, sigue apostando por las raíces de esta villa, sin preocuparse demasiado por la inmortalidad.
“Nunca había salido de mi casa —evoca ahora con un esbozo de sonrisa en los labios—. Me vi en septiembre, al comienzo del curso, con una maleta de madera grande que mandó a hacer mi papá a un carpintero, un maletón de esos que se usaban. Estaba allí en el Prado cienfueguero. No sabía qué hacer para llegar a la escuela…
“Poco después deciden pasarla para Santa Clara, la ubicaron en la Leopoldo Romañach y el albergue era en una casa particular, la recuerdo muy bien, porque allí conocí la litera de tres pisos. Dormía en el de arriba, casi llegaba al techo.
“Aquello fue una etapa donde recibimos conocimientos más profundos de todo. Había profesores con mucha experiencia en el dibujo, la pintura, el grabado el diseño, la historia del arte. Fue una enseñanza muy fuerte”.
Eran años de ensueño y compañeros excepcionales, al estilo de Zaida del Río o los trinitarios Luis Blanco y Carlos Mata, en los que el ambiente cultural de aquella ciudad también ejercería una poderosa influencia.
Tiempo después, con la maleta de regreso, ahora llena de expectativas, anclaría de nuevo en la ciudad espirituana, donde los paisajistas brotaban como los mangos “que casi se pueden oler” de Oscar Fernández-Morera. Tal vez por ello, en busca de un cosmos más auténtico, optó por el arte abstracto.
“Eso al comienzo fue un golpe —confiesa—. La gente no lo mira muy bien, los jurados lo rechazan, premian otra cosa. A mí no me interesa tanto el premio; si llega, perfecto, pero lo que me interesa es que la gente lo vea, que le guste, que no le guste, que diga es feo, es bonito…”.
¿Y no le teme que la interpretación no sea exactamente la que usted le quiso dar a la obra?
“Me ha pasado millones de veces y me va a seguir pasando. Dicen: ‘Se parece a tal cosa’. Es como tú mirar para las nubes y ver unos bueyes y unas cosas por ahí arriba. Y además hay gente que dice: ‘¡Qué va, no te entiendo nada! Pinta otra cosa’. La abstracción tiene eso, que actúa en los sentimientos. Actúa en los sentidos. Actúa en la forma de pensar.
“La obra no tiene que ser linda. Yo manipulo lo bello, lo precioso, los colores vivos…”.
Pero predomina el azul.
“Sí, es cierto, predomina el azul. Mira, yo creo que mi trabajo tiene que ser tropical, tiene que ser cubano. Y el arte caribeño es de mucho color y de mucho azul, por el cielo; que eso no lo ves tú en ninguna parte de Europa, quizá porque hay mucho frío, entonces los colores son neutros. No me gusta ser pesimista. Siempre que haya una luz”.
¿Hay una acción figurativa en esa obra?
“La acción figurativa es importante. Es lo que define toda obra de arte. Por ejemplo, a mí me gustan mucho los puntos de tensión en rojo. Cuando quiero que el espectador vea mi cuadro en varios lugares, en varios puntos del plano, pongo puntos rojos en todos los lugares. Eso se usó mucho por algunos pintores religiosos, quizá en el siglo XV, el siglo XVI”.
¿Y sobre qué aspectos de la realidad quiere llamar la atención?
“Sobre los hechos cotidianos. El arte es la defensa de una patria, de la patria de verdad. Y el arte salva también de esa cotidianidad, de esos problemas que enfrentamos en el día a día”.

Y es que Luis García Hourruitiner es un hombre de pintura abstracta, pero con los pies muy bien puestos en la tierra, donde hace colas, compra arroz para llenar la mesa y sufre los apagones. No pocas veces ha debido desprenderse de un cuadro querido por necesidad, o como él mismo lo llama, con la firma P.L.C. “Por la comida —dice y ríe sin estruendos, mientras saborea el exquisito café que ha preparado Llella—, o por los materiales, que también son muy caros y difíciles de adquirir”.
Mas no le duele demasiado. El resultado está allí; en la Oficina del Conservador de la Ciudad de La Habana, en una habitación de hotel, una terminal de ómnibus o una colección privada de otro país. El arte no tiene dueño.
“A veces es un poco difícil desprenderse de un cuadro, como de la familia misma, pero la obra no es para uno, es para el resto”, sentencia con una especie de resignación.
Sin muchos bombos ni platillos, Luis ocupa un lugar de honor en la plástica espirituana contemporánea. Dan fe sus reconocimientos, premios y menciones en salones diversos, su presencia en eventos internacionales, el Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en Sancti Spíritus, la Distinción por la Cultura Nacional, la condición de Hijo Ilustre de la ciudad y otras no menos meritorias.
También ha contribuido de una forma muy especial a la formación de muchos pintores. “He estado directamente relacionado con grupos de niños, de jóvenes y adultos. Y eso ha sido por años. Nunca he descansado. Incluso después de jubilado no he dejado la enseñanza. Vienen aquí a mi casa. Algunos se quedan con el bichito dentro y llegan a ser pintores, fotógrafos. Otros no llegan a ser artistas, pero aprenden herramientas para apreciar el arte. Y eso, aunque no lo crean, es un fruto de uno”.
La fama, definitivamente, no le roba el sueño. Su compromiso mayor es con la obra que lo distingue y lo recompensa. No cree en la suerte ni en el destino.
“El fatalismo geográfico no existe. Creo que si nos ponemos fatales es porque algunas personas que tienen que ver con la promoción no lo hacen o no utilizan los medios como debe ser. Claro, yo lo hago hasta por mi teléfono, pero a Sancti Spíritus le hace falta, mucha falta la promoción internacional”.
Y la opinión del espectador, ¿le importa?
“Para mí lo bueno que tiene la obra es eso: que guste o que no guste; que les parezca triste, que les parezca feliz; que les parezca fea, que les parezca bonita… Lo malo es que cuando pasen ni la miren”.
¿Acaso el cuadro termina realmente con esa interpretación que hace la persona que lo ve?
“Puede parecerle distinto a un biólogo, a un matemático, a un ingeniero, a uno que barre la calle… Todas esas personas que van ahí, que son distintas, tienen formas diferentes de mirar y sentir la obra. A veces me reencuentro con una de mis obras y si pudiera traerla al taller y rehacerla, lo haría. Soy muy exigente conmigo. El cuadro nunca se termina”.
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