Días rebeldes (+fotos e infografía)

Ni el hostigamiento de la aviación ni las delaciones cortaron el paso a la Columna No. 8 Ciro Redondo en su ruta hace 59 años por el actual municipio de La Sierpe Che de futuro Del Che, retomar su voluntad y espíritu de lucha (+fotos) El Che en el Escambray:

Ni el hostigamiento de la aviación ni las delaciones cortaron el paso a la Columna No. 8 Ciro Redondo en su ruta hace 59 años por el actual municipio de La Sierpe

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Joel Iglesias, Roberto Rodríguez (El Vaquerito) y Ramón Pardo Guerra, tres de los combatientes que acompañaron al Che desde Las Mercedes, en la Sierra Maestra, hasta el Escambray.

Che de futuro

Del Che, retomar su voluntad y espíritu de lucha (+fotos)

El Che en el Escambray: La campaña increíble

 

Octubre 8, 1958. Parecen fantasmas. Quizás alguno de los combatientes ya se lo crea luego de 38 jornadas de marcha desde la Sierra Maestra. Si los pies hinchados pesan como plomo; el hambre, mucho más. En cámara lenta se abisman esa madrugada en el monte Tibisial, clásico lodazal debido a los últimos temporales; pero refugio ante el hostigamiento del enemigo, empecinado en cortarle el paso y la vida a la Columna No. 8 Ciro Redondo, comandada por Ernesto Guevara, que no ve la hora de llegar al Escambray.

No obstante, aquel sitio —primer punto del actual municipio de La Sierpe en el itinerario de la fuerza rebelde— no es de mucho fiar por sus vías de acceso terrestre. Así, mientras la mayoría de los guerrilleros intenta acomodar el cansancio en las hamacas, otros permanecen con los ojos bien abiertos en las postas.

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La columna, al mando del Che, arribó al Escambray a mediados de octubre de 1958.

Ya con los hilachos de sol, filtrados entre el ramaje, descansando en la boina, el Che dialoga nuevamente con Otten Mesana, Miguel Martínez y Hornedo Rodríguez, de la tropa de Víctor Bordón, perteneciente al Movimiento 26 de Julio. El día anterior ellos habían contactado con el Comandante y su hueste invasora y los pusieron sobre aviso acerca del complejo panorama existente en el lomerío villareño, donde era ley la desunión entre las fuerzas que actuaban o decían actuar allí contra la tiranía de Fulgencio Batista.

Un poco más tarde, el Che despliega un mapa en el suelo húmedo y sentado indaga por las zonas de operaciones de los diferentes grupos en el macizo montañoso e inmediatamente le da la misión a Hornedo de trasladarse a Las Villas con el objetivo de avisarles a los dirigentes de las organizaciones urbanas y del lomerío para que salgan al encuentro del jefe guerrillero a su arribo al Escambray.

—Prepárate y le dices a Bordón que no demore, le aclara el Che.  En el reloj de esfera negra de Guevara —regalo de Fidel de cuando lo ascendió a Comandante— son pasadas las diez de la mañana.    

La noche les tiende la mano a los guerrilleros. Conocidas las posiciones próximas del ejército batistiano, la columna reanuda la marcha con la guía del guajiro Cuco Echemendía y de Miguel Martínez y llegan a la casa del mayoral de la finca El Escribano.

OCTUBRE 9

A los invasores les sabe a gloria la comida preparada por ellos mismos. Es de madrugada. Antes del amanecer, la tropa acampa en un terreno poblado de palmas de guano, situado en El Tamarindo, a 14 kilómetros al este del río Jatibonico del Sur.

La exploración guerrillera vuelve al camino. Los aviones persisten en la caza de las llamadas “ratas”, calificativo empleado por los oficiales batistianos para aludir a los rebeldes. Como auras desesperadas, ametrallan los montes al sur de Tibisial; un jet estalla en el aire, según lo consigna un reporte de operaciones del Estado Mayor del Ejército de esa fecha. Al decir del Che, la aviación les seguía “matemáticamente” los pasos.

Aún sin atardecer, el jefe de la columna se adelanta a la tropa, y desde el bohío de Emilio Escobar disfruta por primera vez las siluetas, difusas, de las lomas de Banao. Lejos estaban, pero estaban, y las ubica de prisa en su ajado mapa.

La noche brilla. A marchar con los mismos pies destrozados y ripios de zapatos —afortunado el que tuviera—, con los mismos huesos en el cuerpo con que salieron de Oriente, pero más adoloridos. A desafiar fangales, nubes de jejenes. A cruzar un canal, que deja chiquito al río Toa. Montado en su caballo, el Che va de una orilla a otra para auxiliar a su gente. De nuevo, a los potreros cenagosos; de prácticos, Otten y el guajiro Rafael Echemendía.

OCTUBRE 10

Monte Domingo Díaz, finca El Macío. Linterna en mano, a las cuatro de la madrugada, el Che indica el sitio de cada de los pelotones en el nuevo campamento, ubicado a 14 kilómetros al suroeste de El Jíbaro, que parecía por esa fecha en toque de queda por tanto guardia llegado hasta allí.

Una noticia corre como pólvora entre los rebeldes en la mañana: las nubes dejan entrever “una visión en lontananza”, “la mancha azul del macizo montañoso de Las Villas”, como lo describió Guevara.

Pero ese ánimo por el cielo dura hasta media tarde, cuando dos avionetas ametrallan el campamento. Un milagro salva la tropa, que no sufre pérdidas. “Era evidente que estábamos localizados por el enemigo, y que trataban de impedir nuestro paso por el río Jatibonico del Sur”, comentó años después Joel Iglesias, miembro de la Columna No. 8, en su libro De la Sierra Maestra al Escambray.

—No cruzaremos el río esta noche, determina el Che, al no disponer de la suficiente información para pasarlo.

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El Che en el Escambray.

OCTUBRE 11

El retorno de la aviación es inminente. Porque el jefe guerrillero lo siente en el aire, decide el traslado de sus hombres hacia una casa próxima, escoltada únicamente por la llanura. Nadie pensaría que permanecían allí. Decenas de hombres en un bohío; las hamacas, unas encima de otras.

Afuera, llueve a más no poder; a lo mejor, también en la ciudad de Ciego de Ávila, desde donde el coronel Leopoldo Pérez Coujil, jefe del 2do. Distrito Militar (DM) en Camagüey, envía un telefonema a Armando Suárez Suquet, al frente de la Zona de Operaciones No. 2.

“Nuestra misión clara y específica —le recuerda Coujil— es la captura vivo o muerto del Che Guevara y de todos los forajidos que lo acompañan. (…) El 2do. Dto. se llena de gloria en este día o demostramos que no servimos para nada”.

A esa hora, la Punta de la Vanguardia de la columna invasora ya había tomado el batey de Atollaosa y ocupado una vivienda sin moradores, cuyo teléfono era un suceso arqueológico. Al rato, suena el artefacto; por curiosidad, uno de los guerrilleros levanta el auricular y oye el diálogo entre un oficial del 2do. DM  y el jefe de la Guardia Rural de El Jíbaro. Otras escuchas, otras referencias sobre las emboscadas, las postas y el armamento de las fuerzas de la tiranía.

—¿Las “ratas” ya cruzaron el río?, pregunta desde El Jíbaro el capitán Urbano Matos, al frente de la compañía 34 de Las Villas.

—Creo que no y no deben hacerlo esta noche, le responde el primer teniente Lázaro Castellón, al mando de un centenar de soldados del 2do. DM, acantonados en el batey de Pozo Viejo.

—Si vienen por el puente de Paso Viejo, les tengo preparada una buena recepción, añade socarronamente el capitán Matos.

Impuesto de toda esa información, el Che toma las diligencias. Pero en la noche el cruce del Jatibonico del Sur de que va, va. Se determina el lugar para hacerlo y la exploración opera.

Salida de El Macío. La caballería avanza demasiado; para buscar sus huellas y no extraviar el rumbo, alguien entre los combatientes que andan a pie enciende un fósforo, que se vuelve un sol en la oscuridad. La tropa de Castellón lanza un diluvio de disparos desde  Pozo Viejo; sin embargo, los rebeldes se hacen los desentendidos. Una duda, más que pregunta, le asalta al primer teniente batistiano:

—¿Será un montero tras un añojo descarria’o?

Mientras Castellón se devana los sesos, la columna acelera su movimiento y deja atrás a Atollaosa. Al fin, delante de los invasores el Jatibonico del Sur. Se hallaban en Paso del Diez —a 9 kilómetros al sur de El Jíbaro—, que era custodiado por los exploradores.

De orilla a orilla a orilla, de tronco a tronco, amarran las sogas empatadas, la salvación para el cruce. Pese a ello, Oscar Fernández Mell se zafa de la improvisada cuerda y la endemoniada corriente lo arrastra; no obstante, alcanza la margen contraria. Los diestros en nadar trasiegan las bestias y las pertenencias de los demás.

A caballo o a nado, el Che ayuda también. Esa imagen del luchador queda en el recuerdo de Miguel Martínez, uno de los guías de los invasores por estos parajes. “(…) me quedé asombrado cómo aquel hombre asmático se metió dentro del agua y no salió hasta que pasó el último combatiente de su tropa”, le comentó años después al periodista y escritor villaclareño José Antonio Fulgueiras, autor del libro Víctor Bordón, el nombre de mis ideas.

En informe a Fidel, escrito en el Escambray, Guevara le aseguró que el paso del Jatibonico del Sur “fue como el símbolo de un pasaje de las tinieblas a la luz. Ramiro dice que fue como un conmutador eléctrico que encendiera la luz y es una imagen exacta”.

En el cuartel de El Jíbaro, el enemigo no permanece ajeno a lo que sucede en el río. Bastó con la llamada telefónica de un chivato. Sin embargo, las fuerzas no parten. Motivos: insuficientes bestias, dicen. 

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El Che en el Pedrero.

OCTUBRE 12

Madrugada adentro, vencen el río los últimos guerrilleros, quienes, como el resto, se agrupan alrededor de una ceiba centenaria, repleta de murciélagos, y luego salen a potreros encharcados.

Sobre las ancas del caballo de Ramiro Valdés, va Moisés Sio Wong, impedido de caminar por su deplorable salud. Dormido, cae enterrado en el fango en la oscura llanura, sin percatarse de ello el segundo jefe de la columna. Por fortuna, quienes les seguían lo sacan del lodazal, y todos continúan la marcha hasta llegar al monte Blanquizal, en la finca El Toro.

De retorno, la exploración le informa al Che que en el batey no hay persona alguna, hecho relacionado con los volantes tirados por la aviación. “Lo más pronto posible saquen sus familiares de esos contornos, pues el ataque de nuestras fuerzas, por aire y por tierra, no se hará esperar”, agregaba el ultimátum castrense. Aquella era  una recomendación camaleónica. La verdadera intención: impedir la colaboración de los guajiros.

Entre quienes ponen pies en polvorosa del lugar se alistan el mayoral de la finca y su familia, cuya vivienda posee numerosa comida. Alertado, el Che ordena tomar lo necesario, que le viene como anillo al dedo a la tropa. Previo a la partida, le redacta una nota al dueño con la relación de lo consumido, y deja el pago de los gastos, según testimonios de Miguel Martínez.

Otra vez al camino. Claro, en la noche. La Punta de la Vanguardia se detiene en la finca La Barquilla, caso en los esteros de la costa sur, y tocan la puerta de un bohío.

—Francisco, Francisco…

Se trata de Francisco González Ibáñez, quien acepta servir de práctico. Próximo, los espera el Che y sus preguntas de rutina acerca de la ubicación del ejército, del itinerario a seguir…

Bordean el batey de Los Galleguitos, pasan por Romero y toman rumbo norte por el camino hacia Peralejos.

“Cuando dejé la columna, cerca de Juan Débil —relataría a los periodistas Mayra Pardillo y Raúl García (GARAL) para Escambray décadas atrás—, Miguel me trajo un salvoconducto firmado por el Che, que decía: ‘Deje pasar al portador, Che’”.

Sin sorpresas de por medio, la avanzada de la columna arriba al batey de Juan Débil, de la arrocera de Víctor Fernández, donde poco a poco se va reagrupando la hueste invasora.

OCTUBRE 13

—¿Quién será a esta hora?, se pregunta José Hernández Cruz (Cheo), y somnoliento abre la puerta de su casa en Juan Débil.

Son hombres de la columna. A los pocos minutos, Cheo tiene delante al jefe guerrillero en la fonda del caserío. Es el único que lleva una discreta estrella de bronce en la gorra. Hernández Cruz le sugiere a Guevara que acampen en Monte Quemado, a 2.5 kilómetros del batey.

Hacia allá sale un grupo de invasores; el otro se había quedado rezagado en el camino debido a tanto agotamiento. Por ello, el Che le pide ayuda al mecánico Lucas Conde Gómez, quien manejaba la camioneta del dueño de la arrocera.

—Nos hace falta la camioneta para trasladar a unos rebeldes que están en mal estado y vienen a pie. Tú no manejarás, lo hará otro.

Lucas no duda. A escasos minutos, y en tono más íntimo, el Comandante le pregunta si tiene un limón. El lugareño se lo consigue, y el Che se lo come con cáscara y todo.

En pleno monte, el asma vuelve a traicionar al argentino-cubano. Acostado sobre el suelo, intenta, además, calmar el dolor en el tobillo, donde se alojó aquella bala que Sergio del Valle le extrajo en la Sierra Maestra.

Sin caer el mediodía, una avioneta sobrevuela la zona y lanza una botella con un mensaje dentro para los soldados, encabezados por el teniente Manuel Pérez Ruiz, que seguían el rastro de la columna. El capitán Matos les ordenaba retornar al cuartel de El Jíbaro. Una vez allí, el oficial le alega a su subordinado, mientras apunta hacia las fuerzas procedentes de Camagüey: “Mira como hay soldados ahí y no persiguen al Che”.

A esa hora, ya Guevara había tomado las providencias para atravesar el río Zaza en la noche. Con la ayuda de colaboradores, más de un combatiente había salido o lo haría en busca de noticias sobre el mejor sitio para el cruce. Los pobladores de la zona no ladean el cuerpo ante la urgente misión.

Desde Juan Débil, parten los rebeldes. Próxima la medianoche, el Zaza, ante los ojos. El río Amazonas parecía trasplantado hasta allí. El cruce sería por un lugar conocido hoy como Toma de Agua.

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El Che y su columna invasora dejaron profundas huellas de su paso por este territorio central.

OCTUBRE 14

Los botes van de una ribera a otra. A sus dueños —Marcos Acosta, Lorenzo Díaz y los hermanos Yero (Raúl y Rafael Hernández— están a punto de salirles ampollas en la manos. En cada viaje cargan a tres o cuatro hombres, monturas, armas, mochilas… y las bestias, detrás, amarradas. “Aquellas tablas viejas nunca habían soportado tanto peso, pero no fallaron”, sostendría Raúl a Escambray tiempo después.

Pasadas las cuatro de la mañana, todos habían cruzado y estaban reunidos alrededor de la casa de Lorenzo, donde les preparan café, una bendición para el estómago. Sin clarear, al trillo nuevamente. El lomerío, más cerca. Atrás, una pregunta salta de boca en boca y a 59 años sigue sin respuesta: “Por fin, ¿quién pasó al Che?”.

El coautor de este trabajo, Jorge Meneses, es el historiador de La Sierpe

Fuentes:

Iglesias, Joel: De la Sierra Maestra al Escambray.

García, Raúl, y Pardillo, Mayra: Ecos de Che

Enrique Ojito

Texto de Enrique Ojito
Premio Nacional de Periodismo José Martí, por la obra de la vida (2020). Máster en Ciencias de la Comunicación. Ganador de los más importantes concursos periodísticos del país.

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