La Cabaña en Sancti Spíritus: de centro recreativo a hospital emergente ante la COVID-19

Varios de sus trabajadores ofrecen testimonios acerca de su permanencia allí siempre bajo riesgo y lejos de sus familiares

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Todos los trabajadores coinciden en que es vital el uso correcto de los medios de protección. (Foto: Vicente Brito/ Escambray)
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Todos los trabajadores coinciden en que es vital el uso correcto de los medios de protección. (Foto: Vicente Brito/ Escambray)

La de Yoana Caballero Álvarez es de esas historias que escriben miles de cubanos. Trocó de bruces su oficio el día que su centro laboral La Cabaña, de la Empresa de Alojamiento de Sancti Spíritus, cambió su rutina recreativa para convertirse en un lugar de aislamiento para sospechosos de Covid-19.

Trocó también su vida. Hace más de un mes no puede ver a sus tres hijos aunque los tiene a metros de distancia. “Fue muy difícil, cuando nos dieron la noticia nos asustamos, empezamos a llorar…, fue un cambio brusco, de dependiente gastronómica a camarera de un centro como este. Me quedé porque tengo que ayudar a mi país, estoy aquí y nunca me he ido para tratar de que mis niños no se enfermen, yo me protejo para protegerlos a ellos, a mi familia, a mis compañeros. Lo hice y lo hicimos todos los que dimos el paso al frente porque esta enfermedad hay que detenerla”.

Termina con trabajo la frase y vuelve a sus faenas: limpia habitaciones o recoge el vestuario. A su alrededor puede rondar el nuevo coronavirus. Pero, integrante como es del llamado grupo de los seis que trabaja en la llamada Zona Roja, quiere pensar en el final. No solo ella, Carlos Luis Rodríguez, el administrador, lo cuenta y también se atraganta: madres que han dejado a sus hijos, padres que han dejado su familia y aquí están y van a estar enfrentando riesgos porque ellos son quienes higienizan la vajilla que usan los pacientes, entran a la habitación a limpiarla, a sacar los desechos del propio paciente, limpian todo”.

De La Cabaña se fue hace rato el olor de la diversión, el agua de la piscina que conmina al chapuzón, la música que invita al jubileo. Esa es hoy la Zona Roja, donde entra solo quien deba entrar. “Somos trabajadores de Salud, cumplimos el flujograma de la asistencia médica que implantaron los compañeros de Higiene y Epidemiología, cumplimos las medidas de bioseguridad para evitar que ningún trabajador se infecte y hemos convertido este lugar en un hospital.  Aquí prima la moral de los trabajadores, dieron el paso al frente y lo están haciendo con tremenda dignidad”, añade el administrador.  

Desde el puesto de mando se siguen a pie juntillas los protocolos de Salud; los enumera punto a punto Yatnoy Muñoz Sotelo, enfermera. En medio del estrés, la noticia que más calma: paciente X dio negativo a la COVID-19. Y Lesdany Rabelo, el doctor, siente que ha valido la pena todo el insomnio de más de un mes y la separación de los suyos desde el 23 de marzo, cuando abrió el centro. “La noticia más satisfactoria es cuando uno de nuestros pacientes, compatriotas, es negativo, es como una victoria porque sabemos que estamos haciendo las cosas como tienen que ser y se está aislando a las personas en el momento justo… Es difícil porque la familia te hace falta, pero nos reconforta saber que estamos cumpliendo con nuestro deber y que no ponemos en riesgo a nuestra familia. Es como la misión más linda que podamos tener, estar ayudando constantemente a nuestra gente”.

La voluntad adquiere rostros. Julia Gutiérrez Aróstica, una cocinera de 58 años, echó a un lado los padecimientos de la diabetes y la presión arterial. “Dije que si yo había estado en las buenas quería estar en las malas, para devolver un poco lo que han hecho por mí, perdí mi mamá muy joven y pude seguir por la Revolución, por eso estoy en deuda y hasta con mi abuelo Estanislao Gutiérrez Fleites, mártir de esta Revolución, soy su nieta mayor. Le doy todo mi amor a mi cocina para que coman bien porque no están en sus casas…; por eso me regocija mucho cuando se van de alta y me dicen lo rico que comieron”.

Ramón Rodríguez, el jefe de servicios que ya respiró cerca el susto de su nuevo encargo, expone: “Se te aflojan los pies cuando vas a pasar a la Zona Roja, porque uno teme infectarse, a pesar de tener todos los medios de protección y el rigor necesario. Cuenta que, al segundo día de iniciar su nueva labor, debió realizar un trabajo de plomería en el baño de la habitación 13 donde estaba un ciudadano cubano-americano: “Dos días después me tocaba la guardia y cuando termino de comer, llega la noticia de que ese paciente era positivo… Se me hizo un nudo en la garganta, porque uno tiene familia; pero, bueno, al que le toca, le toca. Sin embargo, mira, me dio tremendo regocijo cuando ese señor salió de aquí aplaudiendo agradecido por la Revolución, por el sistema de Salud cubano, por el servicio y el trato de todo nuestro personal.

“Son cosas que llegan”, apunta él y le creo cuando le siento el aliento retenido y los ojos húmedos. Cerca de 70 personas han pasado ya por La Cabaña y casi todos egresan de la mano de la sonrisa. Dejan detrás las marcas de quienes aprendieron un oficio riesgoso en medio de la emergencia.

Para Gretel González Santiesteban, otra del grupo de los seis,  el cambio ha sido brusco: “Muy grande, no sé ni explicarte cómo he aprendido, haciendo de camarera y todo lo que haga falta, pero sin miedo y sin susto, protegiéndonos siempre y con mente positiva. Tengo una niña de 10 años y…”. Ya no dice más; tampoco hace falta. A su lado Jaliesky Soriano Moreno, un poco el utility del centro, tiene igualmente cerca y lejos sus dos hijas y perdió la noción de los días: “Desinfecto toda la ropa, friego la vajilla, ayudo en la cocina, aprendí a manejarlo todo con las enseñanzas de las enfermeras y los compañeros de Higiene. Es algo que te llega muy dentro, pero es mejor estar aquí y no que vayas a ver tu gente y sea peor”.

De lejanía también sabe Dirisleisis Díaz, madre de tres hijos: “Es doloroso, quererlos ver y saber que no puedes por el alto riesgo de contaminación, ellos están en casa, los cuida mi niña, que tiene 21 años, un varón de nueve y otro de 12; prácticamente se cuidan solos”.

Con la mirada en el vacío, Yoana Caballero Álvarez vuelve a respirar hondo, sin dejar el ajetreo: “Estoy triste porque tengo ganas de ver a mis hijos, de estar con ellos… Cuando les hablo por teléfono me dicen: ‘Mamá, cuídate mucho, te quiero, te extraño. ¿Cuándo vas a venir?’, eso es difícil, difícil, pero aquí estamos pa’lante, hasta que esto no termine no puedo salir. Al final el amor a mis hijos fue lo que me llevó a dar este paso”.

De entre la arboleda un rayo de sol logra penetrar el follaje que preserva el verde de la esperanza para que La Cabaña un día vuelva a abrir sus puertas al jolgorio.

Elsa Ramos

Texto de Elsa Ramos
Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez por la obra del año (2014, 2018 y 2019). Máster en Ciencias de la Comunicación. Especializada en temas deportivos.

Comentario

  1. Algo contrasta está noticia positiva. Con las condiciones de higiene producto de la falta de agua. Que presenta el Campismo Arroyo Lajas de Cabaiguan. Las autoridades deben revisar esta quejas de los internados allí.

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