Mercedes de la Caridad: Yo ando de pie (+fotos)

Aunque en el 2015 la neuropatía degenerativa, que padece desde niña, la obligó a sentarse definitivamente en una silla de ruedas, no le ha impedido a Mercedes de la Caridad Alfonso Paz, licenciada en Ciencias Farmacéuticas, echar a andar todos los días

Mercy trabaja desde 1995 —y hasta los días de hoy— en el Departamento de Control de la Calidad del Centro de Producción donde se fabrican los fármacos de medicina natural. (Fotos: dayamis Sotolongo/Escambray).

Entre los dedos de las manos se le van perdiendo las cuentas del rosario. Lo estira y lo encoge a su antojo y mientras las bolas se desgranan entre el índice y el pulgar, van desperdigándose también los pasajes de su vida. Lo agarra y no lo suelta; ha sido así desde aquella noche del 2011 —según dice— cuando rezar el rosario devino calma en medio de tantas tempestades personales.

La réplica del crucifijo que pende en el rosario le cuelga también del cuello y en lo alto, por encima, incluso, de aquel cuadro con la foto quinceañera de María del Rosario, su hija, la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre preside las paredes de la sala. La fe la ha sostenido, confiesa, y quizás es lo que le ha hecho caminar, aunque físicamente casi no haya podido andar.

Y mientras va recontando tropiezos y alegrías, sentada delante de mí, a Mercedes de la Caridad Alfonso dejan de lucirle inertes los pies que se han tenido que acomodar en aquella silla de ruedas hace ocho años, a despecho de sus ganas, porque la verdad es que en la vida ha ido levantándose siempre.

Mercy: En 2015 me llegó mi silla de ruedas eléctrica y esas empezaron a ser mis piernas.

Desde que era una niña la deformidad de sus pies la hacía tropezar y caer y pararse miles de veces y estar casi todo el tiempo de pie.

“Cuando chiquita caminaba, pero tropezaba y me caía mucho. Primero era el tropiezo del pie izquierdo con el derecho, después fui creciendo y caminaba de punteritas por el pie equino varo como consecuencia de la enfermedad. La primaria la pasé corriendo, tropezando, cayéndome y levantándome. Jugué a todo: yaquis, casita, carriola… menos patines. Yo era bastante intranquila. En la secundaria caminaba, pero me cansaba más, entonces mi papá me llevaba en bicicleta y, luego, en el taxi en el que trabajaba. Después me apoyaba en el brazo de mis compañeros para subir las escaleras.

“Me operaron a los seis años y me hicieron plantar bien el pie y a los 16 años otra vez cirugía en el Frank País para erradicar el pie equino varo”.

La segunda intervención quirúrgica le costaría todo un semestre del onceno grado que cursaba en el Instituto Preuniversitario Beremundo Paz, en Neiva, una comunidad aledaña de Cabaiguán, y la obligaría a autoprepararse para vencer el curso. Entonces llegaba en duodécimo grado la Licenciatura en Ciencias Farmacéuticas, por la que apostó cuando estudiar Medicina tuvo que quedar tan solo como un sueño.

“Me gustaba la Medicina, pero por mi discapacidad física pasé una comisión médica y me dijeron que no porque el médico tenía que estar dispuesto a ir a cualquier lugar, que era un impedimento para mí; yo cuando aquello caminaba y no necesitaba silla de ruedas, pero mi enfermedad sí era progresiva”.

Cuando en 1988 Mercy, como se le conoce en Cabaiguán y más allá, llegaba a la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas apenas pesaba 90 libras y, sin embargo, cargaba con las inseguridades de estar en una beca por vez primera, con aquellas bolsas de arena que le cosía la vecina y las que ataba a sus pies todas las mañanas para hacer ejercicios e ir contrarrestando así su debilidad muscular, con la perseverancia de quien jamás ha depuesto las armas debido a su discapacidad.

“La universidad fue un reto tremendo, tremendo. Mis compañeros hacían Educación Física y yo no, pero el profesor tenía un área artesanal para fisioterapia y me mandó a buscar cuando supo e hice ejercicios allí y eso fue para mí un bálsamo. Mis músculos se fortalecieron, gané fuerza muscular y caminaba toda la universidad.

“Me ayudaba a subir a la guagua lo mismo un extranjero, que no entendía el español, que un cubano; unos me halaban, otros me tomaban por la cintura y me subían…”.

A Mercy jamás le han faltado las manos extendidas. Lo mismo cuando llegó recién graduada en 1993 al dispensario de la farmacia piloto, en Cabaiguán, que desde que comenzó a trabajar en 1995 —y hasta los días de hoy— en el Departamento de Control de la Calidad del Centro de Producción donde se fabrican los fármacos de medicina natural.

“Recién graduada estaba todavía de pie. Según fueron retrocediendo las materias primas también lo hizo mi fuerza muscular, entonces sí necesité trabajar más sentada que parada.

Ciertamente, la familia siempre es un soporte muy importante para cuando hay una discapacidad, asegura Mercy.

“En el laboratorio me hicieron una banqueta de madera, el colectivo se ha encargado de propiciarlo todo como una familia. Me paraba, caminaba; pero tenía mi banqueta para cuando iba a hacer un análisis o algo. Mi hermanito me llevaba y me traía sentada en la parrilla de la bicicleta y empezó a trabajar como ayudante de producción. Ya mis fuerzas empezaban a decaer, me daba muchas caídas. Pero todo lo he hecho con esfuerzo, si te digo otra cosa te miento”.

Y así concibió a María del Rosario. Primero las consultas con el genetista para sopesar los riesgos del embarazo; luego, el seguimiento exhaustivo de los especialistas y la tranquilidad de aquella vida creciéndole dentro.

“Mi embarazo fue maravilloso: no tuve ingreso ni amenaza de aborto. 

Había que hacer cesárea porque no llegaba al trabajo de parto debido a mi debilidad muscular y así fue. A pesar de que hice una panza muy grande, no me molestaba para caminar ni nada; en verdad, durante esos nueve meses todo fue como reverdecer.

“Amamanté a la niña hasta los 28 meses y la cargué hasta los tres meses. Le daba el pecho y le expulsaba los gases, pero ya a los tres meses mis brazos no me acompañaban. Luego me la alcanzaban y yo le daba el pecho y la comida. Todo fue fluyendo en colaboración siempre con la familia”.

Todos en función de todos siempre. Y ni sus limitaciones físicas ni la invidencia de Guille, el padre de la niña, impidieron que anduvieran de la mano lo mismo para llevarla a la escuela que al parque infantil que a la playa que a la iglesia.

“Cuando las reuniones eran en los pisos muy altos de la escuela subía Guille y si él no podía ir mi hermano me cargaba hasta el aula. Si íbamos a la playa yo no me podía bañar, pero Guille, que a pesar de ser invidente es un gran nadador, entraba con ella y para mí no era traumático porque yo asumí la enfermedad, tenía que aceptarla y vivir con ella.

“Ciertamente, la familia siempre es un soporte muy importante para cuando hay una discapacidad; lleguen los problemas que te lleguen en la vida, los capítulos, los retos… tú los vas superando porque tienes ese apoyo”.

Y porque a Mercy no le ha faltado tampoco ese empuje que la ido levantando todos los días: para mantener unidos los lazos sanguíneos del amor, pese a la ruptura matrimonial; para conducir a María del Rosario hasta la Universidad; para cuidar de su madre cuando los años la convirtieron en su niña; para no dejar de ir a misa ni al trabajo.

“Ya en el 2010 sí me daba unas caídas estrepitosas. Llegó un momento en que no tenía fuerzas, me mantenía sentada en una silla del comedor, en un sillón de la sala. Me resistía a andar en silla de ruedas, porque yo sabía que sentarme era no pararme.

“Yo tenía que estar en terapia ocupacional; me caía, pero tenía que levantarme y seguir, porque yo sabía que mi enfermedad era degenerativa, pero había que resistirla el mayor tiempo posible. Hasta que en 2015 me llegó mi silla de ruedas eléctrica y esas empezaron a ser mis piernas”.

Tanto que puede andar en medio de las carretillas donde expenden viandas buscando los abastecimientos de la semana que por la Carretera Central para llegar a tiempo al Laboratorio que barriendo escoba en mano por toda la casa. Hay una entereza indomable que la yergue y que alecciona y estremece.

“Soy una persona perseverante, con mucha voluntad, yo creo que eso es fundamental. Yo soy una persona de fe y la fe te fortalece, pero la voluntad te impulsa para que no se te apague y tener esa esperanza de vida. No camino, pero escucho música y bailo en la silla de ruedas. La persona tiene que ver lo que tiene, no lo que le falta o lo que va perdiendo. Yo soy una mujer de fe y eso me ha mantenido de pie, si no con los avatares de la vida me hubiese caído”.

Y mientras las palabas van sosteniendo tantas lecciones, también van calcando de cuerpo entero a quien dice jamás haber tenido complejos ni haber sentido su discapacidad como una limitación, sino como un reto. Es así todas las horas y todos los días.

“Me despierto y tengo el móvil al lado, le timbro a mi hermano —que vive arriba con su esposa y el niño— y baja y me levanta, me sienta, me incorporo y me lleva para el baño y luego de asearme voy para la silla de ruedas. En ella voy a la cocina a hacer mi café, preparo mi desayuno, activo mi móvil para saber de mi niña y darle los buenos días porque con respecto a España tenemos seis horas de diferencia.

“Hago mi oración de la mañana agradeciendo la vida, el comienzo. Yo no me acuerdo que estoy en silla de ruedas, yo agradezco la vida, el comenzar, el que estén todos bien: la familia, los amigos, el vecino que entra al patio a buscar agua de tomar…”.

Es esa su verdadera profesión de fe. Mientras lo dice las cuentas del rosario vuelven a enredársele entre los dedos y, acaso, no hacen falta confesiones para seguirla viendo parada delante de mí todo el tiempo. Mas, con la carcajada que le dibuja también la nobleza hasta en el rostro confirma las certezas todas: “Ando de pie, es verdad. Mientras tengo batería en mi silla, yo estoy de pie”.

Dayamis Sotolongo

Texto de Dayamis Sotolongo
Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez por la obra del año (2019). Máster en Ciencias de la Comunicación. Especializada en temas sociales.

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